‘Silverview’,: El adiós del espía | babelia

A lo largo de los años, un lector veterano ha vivido en el presente pasajes de la historia de la literatura. Recuerdo encontrar un libro nuevo de Borges en la librería, o de Julio Cortázar; de ir por la calle y ver por sorpresa en un escaparate la portada de la última novela de Juan Carlos Onetti, o de Graham Greene. Escritores ahora inmovilizados en la gloria póstuma o borrados rápidamente por el olvido formaban parte de una actualidad que, gracias a ellos, se llenaba de expectativas. Fue como encender la radio y escuchar por primera vez el preludio hipnótico de la reunirse de los Beatles; o caminando por la calle, en el febril año de 1976, con un ejemplar recién comprado de Si te dicen que caí, publicado en México en 1973, pero inaccesible durante varios años en España.

Lo cierto es que vivimos en una cultura de la conmemoración, más que de la novedad. El caso extremo es la música clásica, con un repertorio que rara vez sale del siglo XIX, y si se atreve con el XX, rara vez va más allá de Britten y Shostakóvich. Es poco probable que tengamos un nuevo libro de cuentos de hadas. Alice Munro. Por supuesto contamos con toda su obra pasada, que se mantiene viva y fluida con cada nueva lectura. Pero tenemos que aceptar que no nos aguardarán sorpresas, a menos que de repente aparezca un perdido inédito, una rareza tardía que ha salido de ese taller incesante en el que un escritor rara vez deja de recluirse hasta que le fallan las fuerzas. Escribir es una tarea cotidiana de la que algunas personas no saben cómo privarse, como esos pintores que siguen poniéndose frente al papel o al lienzo cuando les falla la vista y apenas tienen fuerzas para sostener el lápiz en la mano. .

Cuando el murió John le Carré el año pasado la tristeza se vio compensada por la evidencia de que su talento se había mantenido vigoroso y activo hasta el final. Le Carré tenía en mente el ejemplo de los últimos libros muy débiles de Graham Greene como una advertencia para no bajar la guardia sobre la calidad de sus libros y, si es necesario, elegir el silencio sobre la dolorosa decadencia. Escribir novelas es como un deporte de fondo que exige esa clase de fuerza que tiende a decaer con la vejez: la concentración sostenida, la terquedad de sentarse a trabajar durante horas al día. Saul Bellow tenía 85 años cuando publicó Ravelstein, su última novela, que fue un prodigio de invención y estilo, aunque Felipe Roth le pareció que hubiera sido mejor no publicarlo (quizás debería haber aplicado ese criterio a sus últimos).

John le Carré tenía 87 años cuando apareció un legado de espías, pero nadie podría haber atribuido esa edad al autor de una novela “tan rica en aventuras”, en palabras de García Lorca. El único rastro de vejez visible en el libro era la profundidad de la experiencia humana moldeada por el tiempo, y quizás también el despojo de la escritura, la capacidad de reducir todo el dominio del oficio a unos pocos rasgos esenciales. Para un escritor de género, y Le Carré siempre lo fue, en el sentido más pleno y noble del término, el oficio es sumamente importante, íntimamente ligado a la falta de orgullo y capricho personal que es imprescindible en el ejercicio de cualquier oficio. . En otros tiempos, en el ciclo de sus novelas de juventud tardía y madurez, Le Carré había tejido tramas de complejidades laberínticas, tan pobladas de personajes variados como las novelas de Balzac. En Un legado de espías, la intensidad de la intriga y el enigma íntimo de cada personaje se lograron con una austeridad radical. Fue una manera honorable de decir adiós.

Pero no fue el punto final. Unos años antes, Le Carré había terminado otra novela, o la había abandonado, guardándola en un cajón. Su hijo Nick lo encontró después de su muerte y pensó que era un borrador, quizás una historia incompleta. Al leerlo, descubrió que era un manuscrito tan avanzado que sólo necesitaría esa especie de pequeños ajustes y correcciones finales que dan a una obra su último brillo, aunque el autor no suele ser la persona adecuada para realizarlos, porque en ese momento momento ya está tan saturado de su propio trabajo que apenas puede verlo.

Escritor de larga trayectoria, en sus últimas obras John le Carré no superó las 200 páginas. vista plateada, la novela que su hijo encontró en un cajón, la novedad de Le Carré que ya no esperábamos, avanza con una velocidad de escritura y trama que parece dictada por la urgencia de decirlo todo lo antes posible, cuando todavía hay tiempo. Le Carré era como esos novelistas de otra época que recreaban el aspecto físico de los personajes y los escenarios en los que se mueven, para retratarlos con la máxima precisión de temperamento y clase. Los personajes de Le Carré irrumpen en las historias con la fuerza física de los de Dickens, con una sugerencia de individualidad aún más impactante en esta época de subjetividades ensimismadas, ablandadas de tanto contemplarse a sí mismas.

En vista plateada Le Carré es, una vez más, un novelista de género y un escritor político, tan centrado en tejer una trama sin concesiones como en mostrar las maquinaciones de los amos del mundo y la forma en que se corrompen las mejores intenciones y los destinos personales, la juego de lealtad y traición, de valentía y cobardía, de honestidad y cinismo, terminan confundidos en un teatro de sombras donde siempre son los inocentes y los débiles quienes terminan pagando el precio más alto. En vista plateada el tiempo verbal se desplaza con frecuencia del pasado al presente, como para acelerar la urgencia de la historia, y las oraciones son breves y esquemáticas, como notas que habría que desarrollar más tarde. La prosa de Le Carré es un instrumento afinado y flexible que sirve tanto para dar vida a una conversación salpicada de disimulo y amenaza como para retratar un paisaje inhóspito a la orilla del mar o el ambiente ceniciento de una oficina donde pasan el tiempo espías apáticos. espera. La jubilación. Es el mundo de John le Carré, el territorio que fundó, el que siguen habitando sus lectores.

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