Revelación costosa


Los especialistas sudafricanos que identificaron la nueva variante del COVID-19, procedieron con rapidez a informarlo al mundo. Es posible que en su decisión de compartir su hallazgo haya intervenido un elemento de prestigio profesional, el cual acompaña y se atribuye a los trabajos de investigación más significativos. Pero es muy probable que su motivación principal haya sido dar la voz de alarma acerca de la presencia de una amenaza con serias implicaciones potenciales. Al hacerlo de forma tan diligente, no disponían es ese momento de datos suficientes para saber si las vacunas serían efectivas contra ella, o para conocer la gravedad de sus síntomas y consecuencias.

Los investigadores no anticiparon que debido a ese informe su país, y otros en su vecindad, serían prácticamente aislados internacionalmente, al cerrarse para sus residentes la entrada a muchas otras naciones, y suspenderse los vuelos hacia y desde aeropuertos extranjeros. Tampoco lo anticiparon las empresas y los consumidores, que de repente se vieron de vuelta en una situación que creían ya había quedado en el pasado. No valieron sus reclamos de que esas medidas eran prematuras e injustificadas, ni sus quejas de que debía habérseles felicitado y no penalizado por sus revelaciones.

De confirmarse que la nueva variante, como indican observaciones acerca de la evolución de los casos activos, sólo provoca síntomas leves, la buena disposición mostrada por los investigadores al presentar su informe podría ser considerada como precipitada, especialmente por todos aquellos que sufrieron pérdidas por esa causa. Puede ocurrir lo que sucedió una vez con la Organización Mundial de la Salud, que optó por ser más cauta en sus advertencias después de que otro coronavirus resultara ser menos peligroso de lo que había previsto.

Algo similar sucede también con los informes técnicos de seguridad para alimentos, vehículos y maquinarias. Por evitar alarmas innecesarias, a veces terminan siendo tardíos.



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