Elena Ferrante a Elizabeth Strout: “Nosotras, las mujeres, somos Nadie, pero nuestra escritura es muy ambiciosa” | Babelia


Estimada Elena Ferrante,

gracias por todo su trabajo. Soy una gran fan, y he leído todos sus libros, y el leerlos me ha permitido asumir nuevos riesgos con mi trabajo. Así que gracias también por eso. En este asombroso nuevo libro profundiza usted mucho en las cosas que importan tanto a los lectores como a los escritores. Me alegro mucho de poder conversar con usted sobre estas cuestiones.

Preguntas para Elena Ferrante

1. Escribir sobre el misterio artístico es tan misterioso como el arte mismo, pero usted ofrece una descripción sorprendente de lo que le ha motivado y de cómo ha evolucionado como escritora. Qué lectura tan fascinante, hasta la exaltación del final con Dante y Beatrice. ¿Qué diferencia hay entre escribir un libro como este y escribir una de sus obras de ficción? ¿Es más consciente de su voluntad de “mantenerse en los márgenes” con un libro así? Y, sin embargo, me parece que este libro también alcanza un alto grado de exaltación.

2. En su primer ensayo/conferencia se describe a sí misma dos veces como tímida, pero su obra es extremadamente atrevida. Supongo que esto se debe a que el yo que usted describe como tímido o falto de valor desaparece y se convierte en muchos otros yos a medida que escribe. ¿Serán las 20 personas a las que se refiere Virginia Woolf? ¿Estoy en lo cierto? También habla de esto directamente cuando dice que el “yo emocionado” no había escrito una historia, “pero otro yo, rigurosamente disciplinado”, sí lo había hecho. ¿Puede explicar un poco más estos diferentes yos?

Creo, no lo sé, que todos tenemos diferentes yos. Es posible que las personas sin inclinación artística no sean conscientes de ellos. Pero en la clase de interpretación, cuando tenía 16 años, el profesor habló de los diferentes yos que todos tenemos, y para mí era la primera vez que lo nombraban. Y fue (calladamente, de forma privada) muy liberador.

3. Me alegro de que haya hecho referencia al “pastel de salvado” de Virginia Woolf, a cómo mete la mano y “rebusca en el pastel de salvado” mientras escribe una novela. Durante muchos años, tuve la sensación, mientras escribía, de meter la mano en una gran caja y tratar de sentir las formas, pero no podía verlas, solo podía sentirlas mientras trataba de ordenarlas. ¿Ha habido alguna imagen de algo así para usted, o se apaña con el pastel de salvado de Virginia Woolf?

4. Usted escribe: “Para mí la verdadera escritura es eso: no un gesto elegante y estudiado, sino un acto convulsivo”.

Me interesan mucho los dos tipos de escritura que describe en esa primera conferencia. La escritura que se mantiene dentro de los márgenes, y la escritura que se convierte, como dice usted, “casi en un acto de convulsión”. ¿Puede decirnos algo más sobre cuándo llega esta transformación en la escritura misma?

Tengo otras preguntas para usted, pero entendí que debía enviarle algunas para empezar. Si estas no le parecen adecuadas, no se moleste en contestarlas, basta con que me indique que no le sirven, si no sirven.

¡Muchas gracias! (Nunca he hecho algo así antes y siento algo de inquietud).

Querida Elizabeth:

Agradezco tus buenas palabras respecto a En los márgenes. Me gustaron muchísimo tus novelas Amy e Isabelle y Los hermanos Burgess y naturalmente la formidable Olive Kitteridge. Debo decirte que valoro tu opinión sobre En los márgenes, en especial porque has escrito Me llamo Lucy Barton, o mejor dicho, por la relación fugaz pero memorable entre Lucy y la escritora Sarah Payne. Me gusta cuando el tema narrado encierra en su interior el relato del esfuerzo de escribir y de los problemas que plantea la escritura. Cada vez que en la vasta producción literaria actual, especialmente la femenina, encuentro una novela con esta especificidad, subrayo los párrafos que me interesan y después coloco el libro en un estante separado de mi biblioteca con la intención de volver a él. Mi ejemplar de Me llamo Lucy Barton está ahí y me alegro de poder utilizarlo ahora para este intercambio.

¿Qué me interesó del relato de Lucy? Un doble movimiento: por una parte ella no aprecia a quien, en cuanto creador de versos o prosa o arte en general, se considera superior al resto de los seres humanos; por otra parte atribuye a quien hace poesía con la escritura o con cualquier otro medio expresivo una tarea enorme. Se trata de un doble movimiento que también he reconocido en mí. No me gustan los artistas que se imaginan como chamanes y preferiría que abandonásemos para siempre la sacralidad del alfabeto, que lleváramos a cabo la laicización de la literatura, que en público y en privado dejáramos de sentirnos poco menos que por debajo de los dioses y directamente inspirados por ellos. Ha sido con este fin —lo digo en respuesta a tus preguntas— que he aislado a mi yo que escribe, tan inseguro y precario, de mis otros yoes más sólidos, ocupados en papeles públicos y privados. Lo he hecho para sentir la escritura como una función no diferente de muchas otras, a veces agradable, a veces agotadora, a veces frustrante. Por eso valoré mucho tu Sarah Payne, la escritora, cuando dice a Lucy: solo soy una escritora. Si tuviese que desarrollar a mi manera la frase de Sarah, diría: solo soy uno de mis yoes, el yo que escribe. Un yo inestable que en ocasiones está, a menudo se hunde, con frecuencia se escinde en otras veinte personas, esas veinte de las que Woolf habla irónicamente: una me frena la mano, una me quiere diligente y minuciosa, una excava para sacar a la luz cosas innombrables, una irrumpe de pronto —no hay un momento preciso, puede no ocurrir nunca— y me empuja a nombrar esas cosas sin respeto por nada ni nadie.

Es verdad que, incluso así, ese yo puede parecer una manifestación de excepcionalidad, si bien atormentada. De hecho, cuando era niña me pasaba como a ti, me sentía distinta. Era casi muda o me expresaba con tímidos monosílabos. Pero después llegaba mi momento y tenía la sensación de hundirme un cubo en la cabeza para sacar palabras. Las palabras traían consigo el relato. Cuanto más avanzaba el relato, más subía y bajaba el cubo a un ritmo desenfrenado produciéndome placer y malestar, y más fascinados se sentían los otros niños. Pero ¿era realmente distinta? No. Pensemos en una conversación normal y corriente cuando avanzamos con frases inconexas o midiendo las palabras, o empleamos un tono irónico que mantiene a raya una palabra melodramática. Después, de golpe, inesperadamente, algo rompe los márgenes y el discurso se desborda, liberador, conmovido, apasionado, feroz, hasta que nos avergonzamos, nos arrepentimos y decimos: no sé qué me ha dado. Pues bien, el hecho de que algo —un yo agazapado en nuestro cerebro— nos agarre y nos arranque de otro yo prudente o calculador para llevarnos a rastras imponiéndonos su ritmo es una experiencia de todos. Nos resulta conocida, seamos o no escritores.

Por supuesto, cuando eso ocurre en la escritura es distinto, pero razón de más para que necesitemos esas súbitas roturas de los márgenes. Cuando tenemos grandes ambiciones las irrupciones indisciplinadas de las verdades son las que motivan nuestra escritura. Tu Lucy Barton se fija justamente un objetivo altísimo, dice: escribimos para que las personas se sientan menos solas. Tu Sarah Payne no se queda atrás cuando dice: escribimos para narrar la condición humana. Ambas, Lucy y Sarah, destacan: hay que escribir con verdad, sin proteger nada ni a nadie; o también: es necesario despojarse de todo prejuicio; para entender al otro hay que llegar hasta el fondo. Es entonces cuando se inicia el segundo movimiento al que me refería antes, tras dejar de lado la pretensión de superioridad y la divinización de sí mismas, Lucy y Sara y todas las que tenemos pasión por la escritura seguimos asumiendo las viejas tareas con un alto grado de sensibilidad e inteligencia, un alto grado de especialización y un altísimo grado de fracaso.

¿Es demasiado para nosotras, personas corrientes, que ya no contamos con la vieja y titánica solidez? ¿Acaso la soberbia del papel del escritor, lanzada por la puerta, vuelve a entrar necesariamente por la ventana? ¿Además del yo que hace versos o prosa o arte en general, hay que redimensionar también nuestras ambiciones y la escritura se convierta, se ha convertido ya, en transcribir la evidencia trillada?

Hace tiempo alguien a quien quiero me dijo: «Hoy por hoy, vosotros, los escritores, por más que os comportéis con humildad, en el fondo no conseguís aceptar la idea de no ser omniscientes, de no ser profetas de algún dios, seguís pensando que vuestras historias encierran en sus líneas un mundo que ni siquiera el mayor equipo de especialistas en todos los temas es capaz de descifrar. Resígnate, si te va bien y alguien te lee, pasarás a formar parte de un sector, por lo demás bastante irrelevante, de la inmensa industria del entretenimiento». No supe qué contestar entonces, hoy lo sé pero de un modo confuso. Me gustaría conocer tu opinión, si te apetece. Has escrito libros muy poderosos y quizás tengas las ideas más claras.

La escritora Emily Dickinson.Alamy Stock Photo

Hola de nuevo, Elena,

Lo que me vino a la mente inmediatamente al leer su pregunta fue el poema de Emily Dickinson “¡Soy Nadie! ¿Y tú quién eres?”

Lo copio entero aquí:

¡Soy Nadie! ¿Y tú quién eres?

¿También tú eres Nadie?

¡Entonces ya somos dos!

¡No lo cuentes! Lo pregonarían… ¡ya sabes!

¡Qué deprimente ser alguien!

Qué vulgar, como una rana.

Decir el nombre de uno, durante todo el mes de junio…

¡A una charca que te admira!

“Decir el nombre de uno…” (Cómo la admiro por guardarse su nombre para sí.) Pero este poema es tan fresco, tan inocente en cierto modo. Y esos primeros versos creo que siempre han estado conmigo desde que los escuché por primera vez cuando era muy joven, porque así es como me siento: felizmente, así es como me siento. ¡Soy Nadie!

Creo que muy poca gente entiende esto de mí; se me ha acusado (creo) de falsa modestia, y sin embargo, ni es falsa ni es modestia. Es solo que, cuando escribo, el yo que la gente ve, la persona que la gente cree que soy, desaparece y me convierto en el texto mismo. Y cuando emerjo, mi sentido de ese yo original vuelve a ser Nadie. A la gente le cuesta entenderlo. La forma en que yo lo entiendo es que una cosa así proviene de mis muy puritanos orígenes en Nueva Inglaterra, donde se nos inculcaba que uno jamás debía llamar la atención sobre sí mismo. (Incluso hoy en día, cuando alguien le pregunta a mi madre si está orgullosa de mí, ella dice: “No, ¿por qué tendría que estar orgullosa de ella?”. Y lo cierto es que entiendo su respuesta). Y, sin embargo, creo que es algo más que la herencia cultural con la que me he criado. Realmente siento casi que no tengo un yo, aunque sé que lo tengo. (Recuerdo que cuando era adolescente mi madre me preguntó un día con gran irritación: “¿Por qué no puedes ser tú misma?”. Y lo que no dije, pero lo pensé, fue: pero si soy muchos yos).

Y, sin embargo, aquí digo que no soy nadie. Porque lo soy. Pero soy consciente de que esto no es del todo verdad. Pero tampoco es falso. Y ahí está el quid de la cuestión.

La persona amada le habló de que los escritores se sienten omniscientes; lo que me interesa es la frase “sigue pensando que sus historias pueden abarcar un mundo que ni siquiera un equipo de especialistas es capaz de explicar”.

Francamente, me gustaría pensar que eso es cierto. Que los escritores hacen exactamente eso, “abarcar un mundo que ni siquiera un equipo de especialistas es capaz de explicar”. Si no, ¿para qué lo hago? (Hablo por mí.) Si se puede explicar de otra manera, que así sea. Pero quiero creer que lo que escribo no puede explicarse de otra manera que no sea a través de la historia que estoy contando.

Esto implica que soy muy ambiciosa, que estoy trabajando desde ese punto de partida de Lucy/Sarah de pensar que puedo hacerlo. Y eso es cierto. Aunque nunca sé si puedo hacerlo, y muchas veces fracaso. Pero el yo que es Ulis y la persona ambiciosa (yo) que trata de poner por escrito algo que un equipo de expertos no es capaz de explicar… Bueno, las dos cosas son ciertas, ser Nadie y ser ambiciosa al mismo tiempo; ahí lo tenemos.

Pero, cuando preguntaba antes si deben reducirse nuestras ambiciones y si la escritura se convertirá —ya se ha convertido— en una transcripción de hechos trillados, yo afirmo muy categóricamente que no. No debemos reducir nuestras ambiciones, y la escritura —por dios, ojalá mi escritura— jamás se convierte en una transcripción de hechos trillados.

Esto es lo que yo creo: es la presión entre las líneas del texto, y la presión que va subiendo desde debajo del texto, y la presión que va saliendo por encima del texto, lo que da sentido a la escritura; es lo no escrito que está justo al lado de lo escrito lo que hace que algo vaya más allá de la explicación del equipo de expertos. Y esto es lo que ocurre cuando se sale de los márgenes (si le he entendido bien) y esto es lo misterioso, lo que buscamos.

Usted dice que la persona amada le dijo: “Resígnate: si quieres, y si la gente te lee, pasarás a formar parte de un sector —bastante irrelevante, entre otras cosas— de la enorme industria del entretenimiento”. Me resigno a ello. Pero no es algo sobre lo que reflexione.

Dice, antes de pedir mi opinión, que, en el momento en que la persona amada le dijo eso por primera vez, no supo cómo responder, pero que hoy lo sabe, aunque de forma confusa. ¿Qué es lo que, en su confusión, ha llegado a creer al respecto?

Me gustaría hacerle una pregunta más: en el tercer ensayo/conferencia de este libro dice usted: “Fabricamos ficciones no para que lo falso parezca verdadero, sino para contar la verdad más indecible con absoluta fidelidad por medio de la ficción”.

Estoy totalmente de acuerdo con esto. Pero ahora le quiero preguntar sobre la voz. Me resultó interesante saber que había pasado tiempo escribiendo en tercera persona. ¿Qué es lo que le pareció tan liberador de escribir en primera persona, que le permitió “contar la verdad más indecible con absoluta fidelidad”? Para mí, Lucy era su voz. Y en su obra, los protagonistas son su voz. Su habilidad para hacer que Lila se convierta en Lenu es una forma brillante de utilizar la primera persona. ¿Puede hablar un poco más sobre esta elección de la primera persona, en contraposición a la escritura en tercera persona?

Muchas gracias por esta conversación.

Mi querida Elizabeth:

Me complace la pasión que has puesto en contestarme, te he leído con provecho y mucho gusto.

Para exponerte mi punto de vista —no alejado del tuyo, creo— comienzo por la pregunta que me haces al final. ¿Por qué he dejado el relato en tercera persona? Te respondo de modo sintético para no aburrirte. En un momento dado tuve la impresión de que la tercera persona —en especial si se utiliza con suma habilidad— es un embrollo. En la realidad no hay relato del otro que no esté filtrado por un yo. Y una tercera persona que no tenga explícitamente en escena su narrador, de intento en intento, me pareció, tal como explico En los márgenes, cada vez menos convincente. Por más que el amor por los demás y el lenguaje en cuanto acto de amor, de modo continuo, insistente, desesperado, intenten superar los márgenes de la asfixiante primera persona del singular, seguimos siendo cuerpos orgánicamente cerrados en nuestro aislamiento. Por eso, tras tomar nota de ello, me convencí de que para mí es posible narrar al otro solo a través de un yo que choque con él y en la colisión se estrelle. Y no he vuelto a salir, al menos hasta ahora, de esta maltrecha primera persona. Narrar para mí es negarme a ir más allá tras haber chocado, al menos con la mirada, —cito a Baudelaire— con una que pasa, con uno que pasa.

Vuelvo a tu preciosa respuesta —que haré leer a mi amigo— y sobre todo a la cita del poema de Dickinson, que me gusta muchísimo. Entiendo el sentido en el que utilizas esos versos. Nosotras, las que escribimos, dices, no somos más que gente corriente con nuestra experiencia limitada de individuos, con nuestras raíces históricas y culturales. Y cuando ponemos manos a la obra nos perdemos de tal modo en el alfabeto que coincidimos con el hilo de nuestra propia escritura. Pero —como tú misma destacas— el hilo de esa escritura está y seguirá estando plagado de grandes ambiciones, aunque no nos sintamos poseídas por un demonio, aunque no seamos oráculos, aunque no nos consideremos Alguien, aunque a menudo ni siquiera tengamos ganas de llegar a ser Alguien. Es más —y aquí seré yo la que insiste— es nuestra propia y tan ambiciosa escritura la que exige arrinconar al yo biográficamente definido. Nadie —el Nadie de Dickinson, completamente distinto del astuto Nadie de Odiseo— es (ahora diré mi opinión) quizás el verdadero nombre de toda mujer que escribe, dado que escribe desde el interior de una tradición esencialmente masculina. Nosotras tratamos de utilizar la especificidad de la escritura lo mejor posible (tú la has definido eficazmente). Nosotras echamos mano de los recursos almacenados en el depósito multimilenario de la literatura. Metemos el cubo en nuestro cerebro normalísimo y sacamos palabras y memoria. Pero estas nos pertenecen poco o nada. De modo que, si somos sinceras, no tardamos en desbordarnos dolorosamente con los empujones permanentes del otro y, superados los márgenes, con desmedida ambición buscamos hoy nombres nuestros. No nos interesa tener un nombre, hacernos un nombre; nos interesa dar nombre, nos interesa que nuestra escritura excave sus propios caminos y de verdad nos pertenezca.

El amigo del que te hablé dice: adelante, como mucho contribuirás a la industria del entretenimiento. No tengo nada contra el entretenimiento siempre que me permita seguir siendo Nadie y solo escritura. Adoro las ranas de Dickinson, ellas son el otro, los otros, las otras, y me apasionan sus vicisitudes. Nuestra escritura quiere —y cuando vale la pena debe— desconcertarse y desconcertarlas. ¿Qué tiene de malo si finalmente nos esforzamos por reinventar los coros de junio con nuestras partituras y nuestras voces? Nosotras, las mujeres, somos Nadie, pero nuestra escritura es muy ambiciosa, tanto o más que la de Dante, que era en extremo ambicioso y por eso quería hundirse en cada cosa, en cada persona, para excavar en lo más hondo: por eso inventó verbos como enellarse, enelarse, entiarse, enmiarse (con el sentido de entrar en ella, entrar en él, entrar en ti, entrar en mí). Como tú, querida Elizabeth, estoy a favor de la verdadera modestia y de la verdadera ambición generosa. Quisiera que todas las mujeres que desean escribir tuviesen una práctica común de escritura disruptiva, que intente transmitir un temblor en primer lugar a nosotras mismas y después a todas las formas; una escritura que cuente con ese temblor, el desorden que causa, las composiciones que descompone, el esfuerzo de rediseñar los márgenes de la Historia y de todas las historias.

Gracias, un abrazo y espero que haya más ocasiones de conversar.

Elena

Traducción del inglés (cartas de Elizabeth Strout) a cargo de Newsclips. Traducción del italiano (cartas de Elena Ferrante) a cargo de Celia Filipetto.

Este artículo apareció originalmente en el diario The Guardian el 5 de marzo de 2022.

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