‘Los nombres propios’: Crecer en una gran ciudad | Madrid

Lo primero que hizo Marta Jiménez Serrano cuando finiquitó su novela Los nombres propios (Sexto Piso), fue seguir sentada en su silla un ratito más para escribir un poema. Ya por pura inercia. Esto ocurrió durante el confinamiento, que llegó oportunamente cuando esta filóloga madrileña de 31 años se estaba planteando renunciar a las vacaciones de su trabajo en la editorial Turner. Todo con tal de lograr tiempo para el libro que había escrito arañando horas a los fines de semana de más de un año. Este debut novelesco, –de quien ya fue premio Adonais en 2020 por su poemario La edad ligera–, ya va por su tercera edición desde que saliera en marzo.

En ella, la autora narra el farragoso paso de la infancia al mundo de los adultos de una niña a través del peculiar punto de vista de su amiga invisible, quien la acompañará en su viaje, como si fuera los ruedines de una bicicleta de los que algún día deberá desprenderse. Al igual que la protagonista del libro, la autora creció en Madrid, por lo que esta búsqueda de la identidad pasa, de forma inevitable, por el barrio de Malasaña, la ciudad universitaria o la plaza del Cascorro. Escenarios de juventud en una gran ciudad que se contraponen al pueblo, donde es feliz durante la niñez, pero que después se queda corto ante las escasas posibilidades laborales. “Estamos acostumbrados a que lo rural se vacíe y sus habitantes se vayan a las ciudades a pesar de la precariedad que existe”, cuenta. “Al final me ha quedado un retrato muy nítido de Madrid, pero ha sido casi involuntario”.

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El personaje de la abuela de la protagonista, a quien la ciudad se le antoja inabarcable, aparece en representación del trabajo de muchas mujeres que quedó invisibilizado por ser considerado doméstico. En el siguiente escalón se encuentra la madre, que ha logrado acceder al mundo laboral, pero no desprenderse de la carga de los cuidados que le es ajena al padre. “No concibes que esa mujer que satisface a diario tus necesidades pueda tener necesidades propias, que antes de que tú existieras vivía en el centro de Madrid, iba a menudo al cine, viajaba.”. La autora considera que las expectativas ante lo que debía ser la vida han ido aumentado desde aquellos abuelos nacidos en la posguerra hasta los padres que pudieron estudiar en la universidad. “Parecía que el mundo iba a ser de los de mi generación, y nos hemos dado de bruces con una crisis detrás de otra”, dice.

La trama de aparente sencillez sirve para iluminar ciertos recovecos comunes en la vida de las niñas como es la menstruación o la exigencia temprana de madurez en la mayor parte de los casos. También los inicios en el amor y en la sexualidad, desafortunados en la mayoría de los casos, pero determinantes en la geografía personal. “¿Cuando se convirtió el amor en una serie de pruebas? Quizás no se llame amor, quizás se llame gymkana.”, reflexiona Jiménez.

A la autora le es imposible saber hasta qué punto han hecho mella en ella las lecturas de Joan Didion, Amelie Nothomb o Garcilaso de la Vega. La predilección por temas mundanos, así como el lenguaje, hace que esta filóloga se sienta identificada con autores como Alejandro Zambra. Sin embargo, la mayoría de las comparaciones tienden a encasillarla junto a otras exitosas autoras de su quinta, como Cristina Morales con Lectura fácil, a quien considera maravillosa pero mucho más intelectual: “A mi lo que me molesta es que ser mujer joven parece que sea una categoría literaria y nos metan en el mismo saco. Hemos pasado la fase de ser unas intrusas en un mundo de hombres, pero nos han sentado en la mesa de los niños”.

La inercia ante la escritura surge en Marta desde pequeña a través de breves poemas sobre la naturaleza, las flores y los campos, inspirados en las imágenes de Gloria Fuertes y Antonio Machado. Más tarde comenzó a enseñar sus escritos a sus profesores de colegio, después a los de la Universidad Complutense de Madrid, también a sus amigos de entonces, con los que compartía afición. Era un secreto a voces. “Tengo muchísimos archivos de Word abiertos con comienzos de relatos. Lo anoto todo en un cuaderno. Imágenes, ideas, personajes que nunca sé cuando voy a volver a sacar”, explica.

Aunque realmente no tomó la decisión de publicar hasta que no tanteó la última frontera antes de los treinta años, cuando regresó de Francia, donde estaba trabajando. “Entonces aprendí muchísimo francés y otros idiomas. Fue muy divertido pero volví a Madrid porque necesito un entorno que hable castellano, al final es la lengua que escribo y era el camino que quería tomar”. Para ella la visión externa del texto es fundamental. A su novio le leyó la novela de cabo a rabo en voz alta para comprobar la sonoridad del texto, así como que su característico ritmo punzante no decayese en ningún momento.

Al igual que en el libro, en una persona caben muchas versiones de uno mismo, aunque la autora asegura que las profesiones no se le mezclan. “La Marta editora es muy normativa y trato de adaptarme a la voz de otra persona. Cuando escribo me olvido. Es un gusto entregar un texto y que te lo devuelvan con correcciones y no tener que estar pendiente”. Marta Jiménez Serrano conoce muy de cerca todas las caras del oficio de escribir: “Es una profesión muy precarizada que conlleva mucho sacrificio. Todo lo que uno escribe lo escribe sin ninguna remuneración y luego el porcentaje de venta que se lleva el escritor es bajo”. Aún así, admite que no lo cambiaría por nada y se siente muy afortunada por poder apostar por ello.

Ahora mismo se encuentra inmersa en un libro de relatos donde el fantasma de Madrid permanece, imponiendo un ritmo de vida que juega un papel muy importante en la forma de crear relaciones de los personajes. Relatos que comenzó mientras escribía la novela. Parece que la inercia nunca se pierde.

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