Los efectos negativos del ‘delivery’: de la contaminación a la mala nutrición

Comer es una necesidad vital; pedir comida a domicilio, una invención del humano moderno con cierto presupuesto. Si al ir a un restaurante se habla de “vivir una experiencia”, con el food delivery -concepto anglosajón que ya se ha colado en el lenguaje cotidiano- la comida se convierte en un servicio rápido (denominado Food As A Service, otro zapatazo anglosajón que se nos cuela).

Es un mercado nuevo, aún con lagunas legales y con mucho desarrollo por delante; pero sus efectos ya se hacen notar, para bien y para mal. Cocinas industriales puerta con puerta con casas y colegios -con el peligro y la incomodidad que ello conlleva-, repartidores colapsando las calles muchas veces con vehículos contaminantes, los menús clonados porque no todas las preparaciones e ingredientes salen a cuenta y una reformulación de la arquitectura de los restaurantes que opten por modelos mixtos son algunas de las consecuencias del auge de la comida a domicilio.

Más envases y más humo

Para empezar, pedir comida a través de una app no le sale gratis al planeta. De hecho, la factura de huella de carbono es bastante más alta de lo que podríamos pensar. Científicos australianos calcularon que solo el packaging de un solo uso de todos los envíos realizados en aquel país durante 2019 sumaba la friolera de 5.600 toneladas de CO2 al año.

Por tipo de comida, el clásico menú de hamburguesa, patatas fritas y refrescos duplica la cantidad de gases de efecto invernadero que un menú chino. El papel del envoltorio, las cajas de plástico para las salsas y la pajita del refresco tienen la culpa de tamaño desastre. Pero son imprescindibles para la puesta en escena. “La parte de la experiencia del local la cubres con el packaging. Esa caja es tu imagen de marca. Con un packaging cutre no compites”, explica José Valenzuela, cofundador del Grupo Mox, un proveedor de servicios de última milla en el documental Food as a Service de Eva Ballarín. Cualquiera que pretenda impactar tiene que empezar invirtiendo pasta en un diseño molón para las cajas (o son instagrammeables o estás muerto), en la imagen en redes sociales (nada de una foto chunga con el móvil y tres hashtags) y en el marketing online. Las campañas de La Gran Familia Mediterránea de Dani García con youtubers ilustran muy bien por dónde van los tiros.

El tráfico rodado sale también bastante mal parado: tener cientos o miles de motos repartiendo comida a diario ya se conoce entre sus detractores como el “caos del delivery”. Si no son eléctricos, encima engordan la boina de contaminación atmosférica y acústica. Pero a los riders ya les ha salido una dura competencia que podría poner patas arriba la imagen de las ciudades: los robots y los drones. Recargados a base de energías renovables, sin afiliación a sindicatos, ni bajas por lesión, los robots de entrega prometen llegar puntualmente al destinatario. Incluso en circunstancias en las que los riders no lo harían. “Son cero emisiones y nunca abandonan un pedido”, recalcan los directivos de Starship en cada feria de tecnología a la que acuden. Dejan caer así que, incluso en las peores olas de calor de Los Angeles, sus unidades siguen entregando sin inmutarse, mientras los riders dejan de pedalear para no morir por un golpe de calor. Por distópico que parezca, ya operan en numerosos campus universitarios estadounidenses, así como en varias ciudades de Finlandia e Inglaterra.

En la ciudad inglesa de Milton Keynes empezaron a operar en 2018: a finales del año pasado, según la compañía, habían ahorrado al municipio 137 toneladas CO2 y 22 kilos de óxido de nitrógeno. “Y cada viaje consume lo mismo que una tetera al preparar una taza de té”, añadía Volker Beckers, asesor medioambiental del gobierno británico y encantado con estos cacharritos de entrega.

A los drones aún les queda más camino. Su principal obstáculo son los vientos, la compleja orografía urbana que complica lo de aterrizar y las restricciones a que cachivaches voladores merodeen por los vecindarios. Aun así, Flytrex ya opera en algunas ciudades de Estados Unidos con drones eléctricos y autónomos, es decir, sin humanos al timón. “Vuelan a 51 km/h. Suficiente para estar en tu patio en cinco minutos sin que se derrita tu helado, ni se enfríe tu café”, explican desde la compañía. Sus bazas están claras: cada dron emite un 94% menos de CO2 que un vehículo terrestre con combustible fósil y contribuyen a descongestionar el tráfico. Otra cosa es que en unos años el cielo se pueda convertir en una hora punta similar a las de Futurama.

Cocinas fantasma en cualquier esquina

Pestuzo a fritanga, motos colapsando aceras, riders sentados donde pueden o pedaleando a toda velocidad y en dirección contraria mientras los críos salen de clase, motos aparcadas en la acera, basura… Podría ser un escenario de Blade Runner, pero ha sido el día a día de los alumnos del colegio Miguel de Unamuno de Madrid durante este curso. Y todo por tener una dark kitchen pared con pared con el patio del cole. A mediados de junio un juez daba la razón a los padres: allí se desarrollaba una actividad industrial y no mera hostelería, que era para lo que tenía licencia.

El de esta cocina fantasma del madrileño barrio de Arganzuela es solo un ejemplo más de cómo la proliferación del food delivery está modificando la fisonomía de muchos barrios. Naves abandonadas, garajes, bajos comerciales… todo vale para convertirse en una cocina fantasma. Incluso los puestos de los mercados de toda la vida ya empiezan a ser engullidos por estas cocinas a puerta cerrada. En el mercado municipal de Barceló (Madrid) ya son varias las ‘cocinas ciegas’ como la de Erikuk, un negocio de comida casera venezolana.

La obsesión por instalarse en el centro de las ciudades, justo donde los alquileres son más desorbitados, y no en polígonos industriales de la periferia, tiene una explicación: el éxito de este sistema de negocio radica en conseguir que no pasen más de 30 minutos desde que el cliente pide su comida hasta que la tiene en su casa. Este frenesí genera un ir y venir alienado de riders y proveedores por calles cada vez más despobladas de comercio o bares de toda la vida. El siguiente paso podría ser un encarecimiento de los alquileres de esos espacios, reduciendo aún más la actividad comercial de algunos barrios del centro de las ciudades (y, sin duda, empeorando la calidad de vida de sus vecinos).

El urbanismo tampoco se libra

Desde el urbanismo y el análisis del entorno habitacional, el fenómeno delivery se observa con atención. Magda Mària y Nuria Ortigosa forman parte de Habitar, un grupo de investigación de la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC) que analiza cómo los cambios en los hábitos de vida modifican el paisaje urbano. “Se está produciendo una deslocalización de la compra y consumo de comida preparada. Uno puede pedir comida desde cualquier lugar privado o público y consumirla en ese sitio a pesar de estar cocinada en otro. Incluso, consumirla en un parque o en cualquier calle».

La moda de no cocinar

Que el out of home -por sus siglas, el OOH, sí, otro neologismo al canto- ha llegado para quedarse es un hecho. La duda es hasta dónde logrará penetrar y cuál será su impacto en el estilo de vida mediterráneo, con sus ensaladas, sus pucheros y sus largas sobremesas compartidas. Como quien dice, el sector es apenas un bebé en España, con una penetración de apenas el 37% entre los menores de 50 años. En Corea del Sur llega al 99% y en Brasil, al 80%, según Kantar.

La consultora de tendencias de gastronomía y turismo, Eva Ballarín, lo achaca a que cada vez hay menos ganas de cocinar. Según la consultora Nextbite, el 71 % de los millennials pide comida para llevar cada semana. Vamos, que el grueso del negocio se concentra entre los usuarios de 25 a 35 años. No solo piden para casa, también lo hacen para comer en la oficina, muchas veces, en pedidos colectivos. Sara Serantes, fundadora de Freshperts, reconoce que el 80% de sus pedidos son para más de un comensal y a mediodía. Cuenta con su propia plataforma con siete marcas propias que permiten que varias personas coman juntas, pero de distintos restaurantes sin tener que claudicar al gusto de la mayoría. Adiós a las discusiones sobre si ir a un vegano o pedir poke.

«Como consecuencia de esto, hay un aumento significativo de restos de comida y packagings que obliga a aumentar el gasto público en servicios de limpieza y recogida”. El interior de las casas también cambia. “Podría haber una minimización de la cocina. No tiene que ser visto como algo negativo, sino como una respuesta a unos hábitos más inmediatos de parte de la sociedad”. Apuntan a cambios en el mobiliario, reducción del ajuar necesario para cocinar y servir y una mayor informalidad en el hecho de comer que se extiende a otras estancias de la casa.

El ataque de las cartas clones

Existe una ley impepinable en la restauración según la cual los comensales no dedican más de dos minutos a leer la carta. Petarla con decenas de platos solo sirve para aturullar al comensal, incapaz de recordar los platos del principio cuando llega al final. Además, obliga a tener una despensa enorme y variada para dar cabida a tanta variedad. Los grandes agregadores como Just Eat o Glovo, sin embargo, premian las cartas kilométricas, posicionando mejor a esos restaurantes.

Los incautos que caen en esa trampa acaban sepultados bajo menús inmanejables a la velocidad que exige un modelo que exige que cada comanda esté lista, a lo sumo, en cuatro minutos. “Tienes que adaptar tu oferta gastronómica a las posibilidades de tu cocina. No puedes tener 35 referencias en una cocina pequeña. Es preferible una carta corta, bien elaborada y que puedas ejecutar en ese tiempo”, explican Carlos Medina y Tomi Soriano, artífices de Two Many Chefs. Dos cocineros con una larga experiencia en fogones, incluidos los de Ferrán Adriá y Martín Berasategui, reconvertidos en asesores para proyectos de restauración.

Seducidos por las promesas de los grandes agregadores, a muchos restaurantes se les va la cabeza con cartas tan variadas como innecesarias. “Necesitas comprar mucha materia prima. Si no tiene salida, se te va a la porra en cuestión de días. O te obliga a tener grandes neveras, con el coste añadido en electricidad. Si vendes un producto que no está en su punto óptimo, despídete del cliente”, advierten.

¿Te parece que los menús son sota, caballo y rey? En parte es así porque la gente pide más pizza que cocido madrileño. Pero es que, además, el transporte impone otras limitaciones. “Tienes que plantearte cómo va a llegar tu producto. Si se va a desmontar en el viaje, si en los 30 minutos que puede llevar el transporte se puede degradar o qué tipo de ventilación necesita”, explican estos dos expertos, arquitectos culinarios de Fina Filipina en Madrid o Taco Chef en Valencia.

El ganador de Masterchef, Aleix Puig, probó en sus propias carnes los riesgos de crear un menú sin pensar que va a ir botando en la parte trasera de una bici. Montó un negocio de tapas creativas molonas, pero descubrió que llegaban desparramadas. Abandonó la idea y surgió Vicio, un proyecto donde la hamburguesa es la reina. Por cierto, ¿te has planteado por qué cuando pides un perrito o una hamburguesa, la salsa siempre va en un cacharrito aparte? No es porque quede más cuqui, sino porque los fluidos aceleran la proliferación de patógenos. Amén de que la hamburguesa, con tanto líquido, quedaría derrengada.

Comensales de primera y de segunda

Las grandes marcas, desde Telepizza a Goiko Grill, cuentan con dark kitchens desde donde se atiende los pedidos online a través de los agregadores. Pero otros muchos restaurantes son incapaces de asumir el coste de una cocina extra y deciden simultanear el servicio de sala y el de casa desde su propia cocina. “Es un error. Tú tienes tu cocina dimensionada para el tamaño de tu sala a pleno rendimiento. Si además pretendes atender al delivery, que sabes que implica servir a toda prisa, vas a acabar retrasando las comandas en sala. Vamos, que por querer abrir mercado, acabas canibalizando el que ya tienes en funcionamiento”, advierten al unísono los Two Many Chefs. Por no perder el tren del online, donde los márgenes son menores, acaban perdiendo al cliente físico, que es el que hace que amorticen la inversión de muchos miles de euros en la decoración e infraestructuras de un local.

María Li Bao, dueña del Grupo China Crown, echa mano de sus años de experiencia en el sector de la restauración para dar buen servicio a ambos tipos clientes en Shangai Mama. “Sabemos qué temporadas del año nos llega el pico de pedidos, o, al revés, más afluencia en el restaurante, y lo tenemos en cuenta al organizar los horarios de la cocina. Antes de comenzar el servicio, cada persona sabe cuáles van a ser sus tareas durante el servicio y cómo gestionarlas. Un pedido de delivery tiene la misma prioridad que el de un comensal de sala”, apunta. La tecnología también ayuda a que no se monte tapón. “Contamos con un sistema tecnológico para la recepción de comandas en cocina que analiza los tiempos de preparación y lanza las ordenes en el momento óptimo. Así ni saturamos la cocina ni damos un mal servicio a ningún cliente”, aclara.

En el elegantísimo Horcher, uno de los restaurantes con más pedigrí de la capital, no se la juegan. Se apuntan al envío a domicilio bajo el nombre de Horcher en casa, pero con un mínimo de 24 horas de antelación y pedidos de 60 euros en adelante. Ni plataformas, ni gaitas: tú pides por teléfono, ellos solo sirven a mediodía y el pedido te lo trae un camarero con su delantal de punta en blanco. Pequeño detalle a tener en cuenta: si vives fuera de la M-30 madrileña, tiene un extra de 12 euros. Ni que decir tiene que aquí no hay hamburguesas, ni tacos, sino steak tartare, su mítico goulash a la húngara o un stroganoff a la mostaza; todo en envases que garantizan una óptima conservación.

Compartir o aislarse

Los mayores de 50 años cada vez se apuntan más a pedir comida en casa, de nuevo según Kantar. Este sector poblacional, con mayor poder adquisitivo, también es más exigente en cuanto a la seriedad, la puntualidad o la forma de entrega. Su incorporación se antoja como un arma de doble filo: por un lado, ayudaría a dar variedad en la dieta a esas personas que, ya con los hijos mayores, encuentran tedioso ponerse a cocinar para ellos. Pero podría agravar el problema de la soledad o el aislamiento social entre los más mayores, que al no tener que salir a la calle ni a comprar comida, ni a comer, podrían pasar días sin tener contacto social.

Entre los más jóvenes, el 95% de las veces se pide para compartir -en pareja, con amigos o en familia-, según un estudio de We Are Testers. “No creo que vayamos a una sociedad que prefiera comer sola y en su casa. ¡Si sale un rayo de sol y ya estamos como locos buscando una terraza para quedar con amigos! Lo de compartir comida y charla va en nuestro ADN. ¿Que habrá gamers que no salgan de casa y solo coman delivery? También había adictos a los videojuegos en los 90 y comían de bocata”, comentan los Two Many Chefs.

Lo que sí ha cambiado es cuándo y por qué se pide comida. En el documental Food as a Service, Eva Ballarin apunta que si antes se pedía comida a domicilio cuando había un partido de fútbol o venían amigos y no apetecía cocinar, ahora emerge cada vez más un cliente que opta por el delivery como sustitución a la nevera, la despensa y la cocina de casa. A fin de cuentas, es más cómodo pedir que te lleven el almuerzo a la oficina, que preparar un tupper cada mañana. Esta tendencia se come entre un 13 y un 14,6% de su presupuesto, o lo que es lo mismo, merma bastante su capacidad de ahorro.

También va a modificar la arquitectura de los restaurantes. Burger King proyecta reducir el espacio de sala de sus locales y aumentar el parking y la zona de espera dentro del coche alrededor del establecimiento. Incluso establecer cajetines de entrega automatizada donde poder recoger el pedido sin esperar cola.

La dieta variada no es rentable

En los grandes agregadores de restaurantes puedes encontrar de todo. Desde las mayores guarrindongadas a pokes, ensaladas, platos veganos y hasta algún estofado de lentejas con la receta de la abuela. Por haber hay hasta pizzas con brócoli, y nadie te obliga a elegir gocheces, pero el algoritmo prioriza las más facilonas. “Lo preocupante es que los más jóvenes se están acostumbrando a comer a diario con estas plataformas. Además del coste económico, implica dejar su propia nutrición en manos ajenas y, en muchas ocasiones, alejarse mucho del patrón de dieta mediterráneo, con platos demasiado calóricos, pobres en fibra y altos en azúcares y sal”, señala Yolanda Sala, miembro emérito de la Academia Española de Nutrición y Dietética.

Por si fuera poco, la variedad se va al garete. “Para que las cuentas salgan, cada plato debe llevar siempre los mismos ingredientes y en las mismas cantidades. Eso obliga muchas veces a elegir aquellos productos frescos que mejor aguanten el transporte y mejor disponibilidad tengan a lo largo del año. Por ejemplo, se usa mucho la lechuga iceberg porque se mantiene más tiempo crujiente, aunque no sea la variedad más sabrosa, ni la más nutritiva”, añade Sala. De incorporar variedades locales y de temporada ni hablamos, porque implicaría modificar precios o fotos.

Sala abre otro melón incómodo del que apenas se habla: la seguridad alimentaria. “Para que no proliferen microorganismos deberían mantenerse por encima de los 65-67 grados o por debajo de los cinco y luego, recalentar en casa. Y siempre en envases isotérmicos. Casi nadie lo hace, porque es más caro. Llevan bolsas nevera, pero las abren constantemente para entregar, con lo que es imposible mantener la temperatura adecuada”, explica. Precisamente esta y no otra es la razón por la que todos se comprometen a hacer llegar los envíos en menos de 30 minutos: más allá de ese tiempo, el menú podría venir con extra de salmonelosis.

Qué tendencia triunfará y qué huella dejará en la sociedad es aún una incógnita. Pero quién sabe si los arqueólogos del futuro, en vez de ánforas y vajillas, solo puedan encontrar de nosotros los sobrecitos de kétchup y los recipientes de plástico del arroz tres delicias.

Algunas alternativas para comer mejor

Son como las meigas, pero ahí están. La inteligencia artificial bien usada, por ejemplo, podría hacer que cada vez que entremos en la app se nos muestren solo platos acorde a nuestras necesidades. El precio serían nuestros propios datos, es decir, decirle al operador nuestras alergias, intolerancias o alimentos que no podemos ni oler. “Es usar el dato para llegar a una nutrición personalizada. Por supuesto, podríamos mejorar el valor nutricional del menú y adaptarlo a las necesidades de cada comensal”, explica Sara Serantes en el documental Food As A Service.

Queda un camino intermedio: el quick commerce, pedir la compra online para cocinar en casa en vez de ir al supermercado. “Llegas a casa cansado, quieres prepararte algo de comida, pero no tienes nada en la despensa. Puedes elegir entre pedir comida y que te llegue en 40-45 minutos, o comprar los ingredientes, tenerlos en diez minutos, tardar otros 30 en hacerte tu propia comida y que te cueste la tercera parte”, explicaba Hunab Moreno, director general Iberia de Getir durante una ponencia en la Feria HIP 2022. Esta segunda opción abre la posibilidad a dar nuestro toque personal al menú, pero, sobre todo, de incluir producto fresco para hacerlo más saludable. A cambio, genera más tráfico con sus riders en bici o moto eléctrica.

Una última opción son los meal kits, algo así como una compra completa con todo lo necesario para realizar una comida. Incluso, con los vinos para maridarla. Bodegas Emilio Moro ya lo hace con su Pack Chef por un Día, con el que el comprador accede a una masterclass en streaming con el chef Jesús Ramiro y puede ir preparando los platos a la vez en su casa sin preocuparse de los ingredientes.

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