La nueva diáspora afgana | Internacional


El objetivo es buscar la primera salida de emergencia. Un goteo pequeño pero incesante de huidos de Afganistán se une a los tres millones de refugiados de ese país que ya están asentados en Pakistán. No importa que los pasos fronterizos estén medio cerrados por la pandemia y por temor a una llegada atropellada de afganos escapando del nuevo régimen. EL PAÍS ha entrevistado a tres de ellos en Islamabad, la capital paquistaní. Son, además, chiíes de la minoría hazara, especialmente perseguida por los talibanes y grupos terroristas suníes.

La agente de policía Razia Hakimi tuvo que quemar su uniforme y ocultarse por vez primera bajo un burka para escapar. Mukhtar Lashkari era el presentador de la Liga española en la televisión afgana que, además, entrevistaba en su show sin remilgos a los talibanes. Y Ali Reza Faizi, el profesor que vio morir a 34 estudiantes de su academia el pasado octubre cuando se inmoló un terrorista y al que días después le llegó una carta instándole a que se fuera porque su vida corría peligro. A todos les sobra el miedo y la desesperanza, pero han decidido dar la cara y contar su historia.

Razia Hakimi, retratada estos días en Islamabad y, a la derecha, en 2018 en Kabul, junto al secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.luis de vega

Razia Hakimi, oficial de policía (25 años)

“Al ver aquellas llamas sentí cómo ardían mis sueños”

A la carrera, intentó primero enterrarlo todo. Pero no fue capaz. Por eso decidió preparar una fogata. “Al ver aquellas llamas sentí cómo ardían mis sueños”, cuenta Razia Hakimi con algunas lágrimas descendiendo por su rostro. Gime entre leves sollozos luchando para que la garganta no se le bloquee. Quiere seguir prestando testimonio. Era el domingo 15 de agosto, con los talibanes ya en Kabul y ocupando el vecino palacio presidencial, entendió que todo se había acabado. Siendo mujer y policía, su vida quedaba en vía muerta en el nuevo Afganistán. Había ido a trabajar, pero al poco de llegar saltó la alerta y todos fueron presas del pánico en la oficina dependiente del Ministerio del Interior próxima a la plaza Mahmud Khan. Hubo desbandada bajo la orden superior de no ofrecer resistencia en ningún caso.

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Atrás quedaban cinco años que comenzaron, tras licenciarse en la Universidad de Kabul, con una formación de seis meses en Turquía. Durante ese lustro relata que, tenaz e ilusionada, había ido ascendiendo y ganándose el respeto de la calle y de sus compañeros. “Al principio no pensaban que pudiéramos hacer el turno de noche o acudir a lugares considerados peligrosos”, señala sonriendo. Tras superar las primeras reticencias y la desconfianza familiar, no solo había logrado ser una de las 5.000 agentes del país sino que, además, trabajaba en lo que más le gustaba. Había llegado al departamento de Derechos Humanos y Género, con especial atención a proteger a familias, mujeres y niños. Ocupaba, como responsable de derechos humanos en el distrito 1 de la capital, el segundo puesto en el escalafón de los 317 integrantes del cuerpo que trabajaban en su oficina, de los que 30 eran mujeres. Las mofas al verlas con uniforme eran cada vez menos y los casos que iban resolviendo les servían para romper el grueso muro del tabú. Cuando la guerrilla talibán tomó la capital, Hakimi disponía de conductor y tres asistentes, dos mujeres y un hombre.

Al llegar a casa, su familia ya había empezado a recoger sus cosas para hacerlas desaparecer. El fuego devoró documentación, objetos, uniformes policiales… Entonces, la apremiaron a irse a casa de unos vecinos por si venían a buscarla. Pero allí no duró mucho. Estos no querían correr riesgos. “Yo no podía creer lo que me estaba pasando”, continúa. La única solución que quedaba era abandonar el país.

Pronto, los talibanes empezaron a registrar las oficinas gubernamentales y así se hicieron con la identidad de Hakimi, su dirección y sus teléfonos. Incluso accedieron a sus perfiles en redes sociales, donde tuvieron estaban sus fotos, entrevistas y todo tipo de información que la ponía en riesgo extremo. Ahora, las amenazas por teléfono alcanzan también a su familia, que vive escondida.

Así fue como en la noche del lunes día 16 se cubrió con un burka por primera vez en su vida y emprendió un viaje en transporte compartido acompañada de su hermano menor, de 16 años. De esa forma, cuenta, podía cumplir con el precepto talibán que impide a las mujeres ir sin la compañía de un varón. La ruta hacia el sur es una vía de escape habitual en estas semanas para los que huyen del nuevo régimen, según diversos testimonios recogidos por EL PAÍS. Por la mañana cambiaron de vehículo en Kandahar y así consiguieron llegar a Spin Boldak, en la frontera con Pakistán. Por la carretera solo se encontraron con tres controles en la carretera que superaron sin contratiempos. Pero los guardias paquistaníes no se lo pusieron fácil. El hermano de Hakimi se llevó varios palos hasta que lograron cruzar pagando 25.000 rupias de soborno.

Además de su trabajo habitual, impartía formación a sus compañeros, hacía de orgullosa portavoz en medios de comunicación, se reunía con políticos y organizaciones de derechos humanos y participaba en seminarios. Todo ha quedado estos días guardado en el baúl de los recuerdos de esta mujer que hasta el mes pasado era el único sustento de toda la familia. Eso la angustia casi tanto como la educación de su hermano.

A Hakimi se le ilumina el rostro cuando habla del día de 2018 en que, junto a otras autoridades, estuvo reunida con el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenber. Le habló de cómo era ser mujer policía en Afganistán. Guarda con orgullo la foto que se hizo con él y la muestra como si fuera el salvoconducto necesario para la protección internacional que implora. Una carrera de obstáculos en la que compite con decenas de miles de compatriotas. Todos desesperados como ella.

Mukhtar Lashkari fotografiado en Islamabad y, a la derecha, en 2019 durante su entrevista en su show semanal Cactus al ministro talibán de la Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio entre 1996 y 2001, Mawlawi Qalamuddin.
Mukhtar Lashkari fotografiado en Islamabad y, a la derecha, en 2019 durante su entrevista en su show semanal Cactus al ministro talibán de la Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio entre 1996 y 2001, Mawlawi Qalamuddin.luis de vega

Mukhtar Lashkari, presentador y vicepresidente del canal 1 TV (34 años)

“Desafortunadamente, han ganado ellos”

— ¿Qué pasaría si en la época de los talibanes usted me viera así peinado y vestido?

— Ordenaría a mi gente que le pusieran a buen recaudo hasta que le creciera la barba.

Mukhtar Lashkari sabía que la televisión de la que es vicepresidente estaba directamente amenazada por los talibanes. Aun así, sacaba a relucir su pico afilado con asiduidad. Este intercambio de disparos dialécticos es solo uno de muchos de los que ha protagonizado. Corresponde a la entrevista que le realizó en 2019 a Mawlawi Qalamuddin, ministro de la Propagación de la Virtud y Prevención del Vicio en el gobierno que les mantuvo en el poder entre 1996 y 2001 y uno de los negociadores en Qatar en los últimos meses.

El líder aceptó acudir a Cactus, un show emitido cada jueves por la noche con música en directo y todos los alicientes para enervar a algunos recalcitrantes invitados. De hecho, el presentador y productor hurgó en la herida y le recordó que estaba asistiendo a un espectáculo, como ese televisivo, que ellos mismos habían prohibido cuando estaban en el poder. Pero el invitado no se arredraba y dijo que su presencia en el plató no era ni una derrota ni un cambio de mentalidad pero que algunos de los que trabajan en ella propagaban el pecado. Como despedida, el periodista le entregó de recuerdo una foto de los Budas de Bamiyán que habían destruido después de que este dijera que “nuestro líder el mulá Omar no tenía ni idea sobre eso”.

En otra ocasión logró llevar a Cactus a Abdul Shokor Motmaen, otro líder y, además, amigo del famoso fundador de la guerrilla. A Lashkari no se le ocurrió otra cosa que emitir el programa desde el estadio de fútbol de Kabul, que los talibanes convirtieron en un mortal y macabro escenario donde asesinaron y amputaron manos delante de miles de personas para imponer el terror. El presentador le preguntó que cómo se sentía en aquel lugar y la respuesta fue que era “obligatorio” obedecer al mulá Omar y llevar a cabo aquellos ajusticiamientos. “El mulá decía que las mujeres no pueden salir de casa sin su marido o su padre, ¿cómo va a ser posible que hagan deporte delante de los ojos de los hombres?”, defendió Abdul Shokor Motmaen.

Con estos antecedentes no era de extrañar que el periodista cogiera a su familia y, tras cortarse el pelo y ocultarse tras unas gafas de sol, emprendiera el camino hacia Pakistán, donde concede esta entrevista en un lugar que no quiere que sea desvelado, como los demás protagonistas de este reportaje.

Lashkari, de 34 años, venía de trabajar en Tolo TV entre 2010 y 2013. Después fue fichado por 1 TV, la otra gran cadena privada del país. Había presentado y producido también concursos en los que se ganaba dinero y bromeaba con los concursantes, una ofensa para los radicales islamistas. Escocieron especialmente unas imágenes en las que aparecía bailando en el plató con Aryana Sayeed, una famosa cantante afgana, también azote de los talibanes, que logró salir el mes pasado en los primeros aviones de evacuación y se encuentra acogida en EE UU.

Es, además, un conocido comentarista deportivo. Tras los mundiales de 2010, uno de sus mayores golpes de audiencia fue ser el rostro de la Liga cuando 1 TV adquirió los derechos. “Recuerdo que Neymar estaba en el Barça, que por desgracia ganó ese año la Liga”, dice entre risas. Su hijo Mushtaba, de siete años, que atiende al relato, empieza entonces, como si cantara la tabla de multiplicar, a cantar la alineación del Real Madrid.

“Tengo la conciencia tranquila. Creo que hice mi trabajo y luché por la democracia de los afganos”, afirma algo cabizbajo y preocupado por su seguridad y su futuro junto a su familia. Con los talibanes a las puertas de Kabul, la última emisión de Cactus tuvo lugar el jueves 12 de agosto. El invitado fue el expresidente iraní Mahmud Ahmadineyad, que fue entrevistado por vídeoconferencia.

Mirando hacia atrás, recuerda que Mawlawi Qalamuddin le dijo en el plató hace dos años que el tiempo diría quién gana y quién no. “Desafortunadamente, han ganado ellos”, zanja Muhktar Lashkari.

El profesor Ali Reza Faizi, retratado en Islamabad y, a la derecha, durante una de sus clases en la academia en la que un terrorista mató a 34 personas el pasado octubre.
El profesor Ali Reza Faizi, retratado en Islamabad y, a la derecha, durante una de sus clases en la academia en la que un terrorista mató a 34 personas el pasado octubre.luis de vega

Ali Reza Faizi, profesor (27 años)

“Abandone el país si es posible”

Ali Reza Faizi, profesor de matemáticas, recuerda con horror el mediodía del sábado 24 de octubre del año pasado. Un terrorista llegó a la academia privada Kawsar-e-Danesh en el oeste de Kabul, donde se prepara a alumnos para acceder a la universidad. Quiso acceder a las instalaciones con la carga explosiva, pero fue detectado por un guardia de seguridad. El kamikaze se inmoló entonces en el callejón que da acceso al edificio.

El joven, que se encontraba en el interior, guarda en su teléfono móvil el vídeo de la cámara de seguridad que recogió la explosión, las escenas con los muertos y heridos, los restos de libros, ropa, calzados y sangre, y un montaje con los retratos de los 34 muertos. La mayoría eran estudiantes pero también engrosa la funesta lista el guardia que descubrió al atacante. Pertenecen a la etnia hazara, minoría chií amenazada y perseguida.

En el lugar donde se produjo la explosión, seguía luciendo la lona con el retrato de Shamsia, la alumna que mejor nota había obtenido el año antes en los exámenes de acceso a la universidad que se había preparado en esa academia, como informó al día siguiente del atentado Tolo News.

Pocos días después, con fecha 2 de noviembre, a Faizi le llegó una preocupante carta de las autoridades locales. EL PAÍS ha tenido acceso a ella. En la misiva, con membrete, sello oficial y a su nombre, le informan de que hay sobre él “amenazas serias de muerte”. Tras el ataque con bomba “es posible que hayan designado personas específicas para asesinarle a usted y a miembros de su familia. Por su propia seguridad y la de su familia, abandone el país si es posible”.

El joven, casado y sin hijos, deja entonces la academia Kawsar-e-Danesh, que no era la primera vez que era objetivo de los terroristas y empieza a dar clases en otra, la Istiqlal High School, en la provincia de Vardak, al suroeste de la capital. En ambas instituciones la enseñanza era compartida por ambos sexos, algo que Faizi no cree que vaya a seguir produciéndose con el nuevo régimen. “Consideran un crimen que enseñemos a la vez a chicos y chicas”, apunta.

“Lo primero que hace falta es seguridad y protección. Es muy complicado saber qué va a pasar”, señala este licenciado en Matemáticas en 2013 en la universidad de Kabul desde el lugar en el que se oculta en Islamabad. Ha viajado solo y su mujer y el resto de la familia se quedó en Afganistán. “Ahora mismo no hay esperanza”, reconoce hastiado consciente de que, al menos a corto plazo, no hay el más mínimo hueco para el optimismo.

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