La caída del ritmo de inmunización en los países ricos impulsa medidas coercitivas para quienes no se vacunen | Sociedad


En el catastrófico accidente que la pandemia ha sido para el mundo, las vacunas llegaron a finales de 2020 como los codiciados botes salvavidas que permitirían salvar a los náufragos. Tras una primera etapa de mucha ansiedad por ser los primeros en subir a ellos, los países ricos ven ahora cómo muchos de sus ciudadanos prefieren seguir en el agua, a riesgo de ahogarse. Al mismo tiempo, la variante delta, la más contagiosa desde que el virus comenzó a propagarse en China, está generando nuevas olas epidémicas que, si bien son menos virulentas que las anteriores en los países con altas tasas de vacunación, están volviendo a comprometer a los sistemas sanitarios y eliminando parcelas de normalidad que se habían recuperado. Con este panorama y una inmunidad de rebaño que los expertos cifran más cerca del 90% que del 70% que se consideró en un principio, cada vez más gobiernos apuestan por dar un empujón a los ciudadanos para que suban al bote, restringiendo actividades y libertades a aquellos que rechacen la vacunación o incluso imponiéndoselo a sus funcionarios. La opción de obligar a la población general a recibir el pinchazo no se está barajando, de momento, en la mayoría de países occidentales.

En España los problemas del avance vacunal suenan como un debate lejano: el ritmo de vacunación sigue constante y la semana pasada se convirtió en el país de entre los 50 más poblados del mundo con mayor porcentaje de personas con la dosis completa (aunque Canadá la ha superado este martes, según datos de Our World In Data, un repositorio impulsado por la Universidad de Oxford). Según el último informe del Ministerio de Sanidad, un 55,7% de la población ha recibido la pauta completa, mientras que la media en la Unión Europea es del 47% y en Estados Unidos, donde el proceso comenzó antes, no alcanza el 49%.

Aquí el debate de restringir el ocio a los no vacunados, como han planteado Galicia o Canarias, se debe más a una estrategia para frenar la expansión de la quinta ola que para incentivar una vacunación que, de momento, no necesita alicientes: todas las franjas de edad están acudiendo masivamente a los centros de salud cuando les toca. Aunque el presidente canario, Ángel Víctor Torres, ha llegado a plantear la obligatoriedad de la vacuna entre los empleados públicos.

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La ministra de Sanidad, Carolina Darias, ha reconocido este miércoles que alguna comunidad ha planteado usar el certificado de vacunación para limitar el ocio a los no inmunizados en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. “Pero no estaba en el orden del día, ahora lo que toca es seguir vacunando y llegar a los hitos señalados, como es alcanzar el 70% de población vacunada a finales de agosto. No estamos teniendo problemas de vacunación, antes al contrario: la gente lo que quiere es vacunarse cuanto antes. Y esperamos que siga así”, ha zanjado.

Las medidas para vacunar en los países occidentales

Estados Unidos, que fue uno de los países más aventajados en las primeras etapas, ha probado varias tácticas para incentivar a sus ciudadanos a inocularse contra la covid-19 ante el estancamiento de la vacunación. Desde dinero en metálico —el Ayuntamiento de Nueva York paga 100 dólares a la personas que se pongan la primera dosis— hasta cerveza gratis. Pero la cifra de población con la pauta completa sigue estancada y la Casa Blanca estaba este miércoles considerando la obligatoriedad entre los funcionarios federales. Es algo que también han anunciado otras administraciones, como el Estado de California y la ciudad de Nueva York. De no vacunarse tendrían que pasar pruebas PCR semanalmente. Incluso empresas privadas, como Google o el periódico The Washignton Post, requerirán un certificado de vacunación a sus trabajadores, según informa The New York Times.

En Francia, los sanitarios que no quieran recibir la inyección pueden quedarse sin sueldo desde septiembre (en un principio se habló de despidos, pero el Parlamento, al votar la ley para establecer estas medidas, suavizó el tono este fin de semana) y el Gobierno no descarta hacer lo propio con los profesores, los cuidadores en residencias, bomberos o militares de seguridad civil, si no se alcanzan amplias coberturas. En el país galo, a partir de agosto será necesario un certificado sanitario para acceder a lugares públicos como bares y restaurantes, incluso en terraza. También será necesario para viajar en avión o en trenes de larga distancia. La medida ya está vigente desde la semana pasada para acceder a cualquier evento cultural y deportivo donde se concentren más de 50 personas, incluidas atracciones turísticas, cines y teatros.

Italia impondrá medidas similares en agosto y Alemania las está sopesando. Estos movimientos han desatado una tormenta en los países que los están aplicando. Algunos sectores políticos del país transalpino, especialmente vinculados a la derecha populista, han tratado de obstaculizar la implantación de estas medidas que consideran excesivas. Matteo Salvini, el líder de la ultraderechista Liga, por ejemplo, ha señalado que no es necesario vacunar a los jóvenes. El primer ministro, Mario Draghi, gran defensor de las vacunas para todos, ha respondido con contundencia: “Un llamamiento a no vacunarse es un llamamiento a morir”. En Alemania, además de protestas hay una pugna entre los partidarios de mantener la libertad individual para vacunarse y quienes quieren ser más duros y exigir el certificado vacunal para ciertas actividades. En Francia, la semana pasada se manifestaron 114.000 personas contra las medidas.

Las razones del freno a los pinchazos son variadas. El movimiento antivacunas, muy activo e influyente en países como Estados Unidos y Francia, donde hay grandes bolsas de población que abogan contra las inoculaciones, es una parte del problema, pero no la única. También tiene su papel la capacidad del sistema sanitario para llegar a toda la población, la desidia de parte de ella, que se siente fuera del sistema o las personas que simplemente tienen miedo y prefieren no arriesgarse a sufrir unos efectos secundarios que aunque muy infrecuentes (mucho más que la posibilidad de enfermar gravemente por culpa del coronavirus), son posibles. Existe también lo que se conoce como el efecto polizón: personas que quieren esperar a que sean los demás quienes se vacunen para aprovecharse ellos de la inmunidad de rebaño.

Fernando García López, presidente del Comité de Ética de la Investigación del Instituto de Salud Carlos III, explica que en cada país hay que buscar una respuesta acorde a su situación. “No son lo mismo las medidas para vacunar a los sanitarios de Francia, con coberturas relativamente bajas, que las que ha impuesto el Reino Unido en las residencias, donde son muy altas y quizás no sería necesario, por lo que ha provocado grandes protestas”, reflexiona. Este experto, como otros consultados, aboga primero por convencer y, antes que obligar, incentivar con ciertos beneficios, como están haciendo algunos países. El de la vacunación obligatoria es un conflicto entre el bien común y las libertades individuales que los expertos en bioética tienden a aplazar hasta que no sea estrictamente necesario.

Un caso paradigmático en el avance de la vacunación, como fue Israel, lleva semanas estancado. Alcanzó a principios de abril el 50% de la población con pauta completa, pero desde entonces, en casi cuatro meses, apenas ha avanzado 11 puntos para situarse en el 61%. El primer ministro, Naftali Bennett, anunció el jueves que se iba a reintroducir el pase verde o certificado de vacunación digital para poder acceder a cafés y restaurantes, gimnasios, centros culturales y deportivos y lugares de culto, aunque el Gobierno aún no ha adoptado la decisión. “Hay más de un millón de ciudadanos (un 11% de la población) que están en condiciones de ser vacunados y no lo han hecho. Están poniendo en peligro la salud y la economía de todos los israelíes”, advirtió el primer ministro. “Ahora que se ha comprobado en todo el mundo que las vacunas son seguras y efectivas”, agregó, “ha llegado la hora de que se inmunicen y dejen de amenazar la salud de sus seres queridos, sobre todo de los mayores”. En Israel no existe un movimiento antivacunas definido, salvo algunos casos de negacionistas activos en las redes sociales, pero las comunidades más desfavorecidas, la minoría árabe (21%) y los judíos ultraortodoxos (12%), han sido las más refractarias a recibir las dos inyecciones de Pfizer.

El residual movimiento antivacunas en España

El movimiento antivacunas también es residual en España, un país con una fuerte cultura de vacunación que se refleja en las altas tasas en las campañas infantiles. Según la última encuesta de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (Fecyt), el número de personas que rechaza de plano ponerse la vacuna en España pasó de un 33% el verano pasado a un 4% el pasado mayo. Por eso, la mayoría de los expertos consultados están de acuerdo en que no es necesario imponer ningún tipo de obligatoriedad, al menos, de momento. Alberto Infante, profesor de la Escuela Nacional de Salud, cree que no hay que “dar argumentos a los antivacunas” para que se movilicen, como sucede en otros países. “No hay que trasladar contextos distintos, como el francés, aquí, donde incluso los más jóvenes están respondiendo bien. Sería contraproducente”, sentencia.

Federico de Montalvo, presidente del Comité de Bioética de España, cree que no está de más el debate sobre la obligatoriedad. Porque aunque en su opinión hoy por hoy no es necesario, habrá qué ver lo que sucede en el futuro. Con una inmunidad de rebaño que los expertos ya sitúan cerca del 90% el debate llegará cuando sea el momento de vacunar a los niños. Aproximadamente un 11% de la población en España es menor de 12 años, para quien todavía no hay vacuna, pero probablemente estaría lista a finales de 2021 o principios de 2022. “El criterio para vacunarlos es o que les proteja a ellos o que sirva para la inmunidad de rebaño. Para ellos seguramente haya más riesgos que beneficios, puesto que la gran mayoría cursa la enfermedad de forma muy leve. Entonces habrá que preguntarse si para lograr la protección de grupo tiene sentido vacunarles a ellos u obligar a los adultos que no se hayan pinchado todavía”, señala.

Otro debate es el del personal sanitario. El Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM) ha hecho un llamamiento este miércoles a todos los sanitarios para que se vacunen “ante algunos casos detectados”. Su presidente, Tomás Cobo, explica a EL PAÍS que quienes no lo hagan pueden estar violando el código deontológico, puesto que ponen en riesgo la salud pública. “En los casos que tienen contacto con pacientes habría que plantearse apartarlos y ponerlos en otras tareas”, asegura.

Con información de Silvia Ayuso, Lorena Pacho y Juan Carlos Sanz.





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