Este sol invita a enamorarse, pero de quién | Babelia


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Tengo que marcharme de Madrid, a la búsqueda de árboles, pájaros, senderos, bosques, ríos, montañas.

¿Qué demonios se cierne sobre el mundo? ¿Es importante? ¿Es mortífero? ¿Es inquina de la naturaleza? ¿Es destrucción? ¿Es tan solo una pequeña molestia en el camino hacia la libertad y la verdad, hacia un ser humano más perfecto? ¿Es una enfermedad como tantas otras? Se cierne un huracán de criaturas invisibles, no son estrellas, no son meteoritos, no son bombas atómicas.

¿Es pasajero?

¿Es grave?

¿Es universal?

¿No se había muerto la historia, es decir, los acontecimientos de carácter planetario?

¿Habrá belleza?

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Estoy tan asustado como agradecido, agradecimiento al azar, al hermoso y tembloroso azar, rey de las cosas sin que él lo sepa. Nosotros le otorgamos ese trono y él ni siquiera se sienta en dicho trono, pues se queda durmiendo en los laureles todo el santo día, ajeno a su reino, macerándose en las nubes, en su indolencia inescrutable.

Tengo que marcharme de Madrid, hacia un lugar bello. Cierro ventanas. Cierra todas las ventanas, me digo a mí mismo. Oye las bisagras, oye la acción de las cremonas, echa las persianas, despídete.

Cierro luces, cojo una maleta, dos maletas, mejor, unos libros. ¿Qué meter en las maletas? ¿Meter el universo en dos maletas? Tendría que llamar a alguien, pero soy hijo único, y mis padres ya no viven, sigo cerrando ventanas.

Me acabo de jubilar y tengo menos de sesenta años, dos años menos. Una de las ventajas de trabajar en la enseñanza media es que te puedes jubilar a los sesenta si has cotizado durante treinta años. Ya no hay vejez en la jubilación, al menos en la mía, ese es un paso hacia delante, pero hacia dónde, ¿dónde es delante?

¿Qué es la vejez?

Un día antes de que se decretara la cuarentena me subí a mi coche y salí huyendo de Madrid. Las carreteras comenzaban a vaciarse. Yo notaba ese proceso, e incluso lo contemplaba con algún tipo de enardecimiento. Parecía que la madre Tierra recobraba sus territorios, había una presencia de fuerzas primitivas, involuntarias, anónimas, desconocidas.

Había una gran belleza en esas fuerzas casi sobrenaturales, y pensé en mi alma, en que ojalá pueda ver mi alma alguna vez en esta existencia.

Antes de desaparecer del planeta, todo ser humano tendría que tener derecho, un derecho de naturaleza política, a ver su alma, porque sin alma poco somos.

El aire y el sol eran los de siempre, pero sin embargo acogían un perfil diferente, tal vez porque las cosas siempre son y serán una percepción y jamás objetos apacibles y concluidos.

Sí, los seres humanos y sus existencias y sus presencias contundentes se marchaban del mundo, se difuminaban más bien. Era como una retirada de los ejércitos de la vida, de la alegría, de la luz, de la fiesta.

Tuve la sospecha de que el fracaso y el éxito se iban a igualar. Iba a ser indistinguible el uno del otro. Porque el éxito es social. Y el confinamiento es una reclusión.

Se cernía la cárcel sobre justos y pecadores, por decirlo con notoriedad bíblica. Me embriaga la dimensión cósmica de la catástrofe que se cernía sobre la vida.

Pensé en los muertos.

No los que iban a morir, sino aquellos que ya estaban muertos, aquellos que murieron en años anteriores, en el 2015, o en el 16, o en el 17, o en el 18. ¿No deberían regresar a la vida para ver este espectáculo de irrealidad de la civilización?

No era justo que se perdiesen todas estas novedades planetarias. Porque perderte los acontecimientos universales es una fatalidad, es como quien se pierde los días de fiesta de la humanidad.

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El virus parecía un recién nacido acercándose a la Tierra, así vi yo el virus, como en el final de la película 2001: Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick.

Una pregunta me provocaba una sonrisa irónica: ¿el dinero iba a perder realidad? Nadie ha conocido la vida sin la presencia del dinero. Ni siquiera aquellos que tienen millones y millones de dólares o de euros pueden pagar por hacer realidad un sueño como el mundo sin dinero. Este argumento avala que la vida humana tiende a la comedia, lo único que no es comedia es el amor entre dos seres humanos.

Si el dinero se vuelve irreal, la civilización se tambalea, porque ricos y pobres se funden y se igualan

Por tanto, ¿de qué sirve el dinero en un mundo sin camareros y sin empleados y sin funcionarios que consoliden la idea de Estado? Si el dinero se vuelve irreal, la civilización se tambalea, porque ricos y pobres se funden y se igualan. Hasta podrían enamorarse entre ellos. Nadie ha vivido sin la presencia del dinero, tan vieja como la presencia de un dios, lo cual invita a pensar si ambas cosas no son la misma.

Lo son, son la misma, y es un prodigio, un gran don de la inteligencia, ese duro matrimonio entre Dios y el dinero, un matrimonio que no se desgasta, que siempre tiene una vida erótica de primer orden, en donde la infidelidad es la idea más absurda que uno puede imaginar.

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Cómo temblaba de angustia la tierra.

Jamás había conducido con mi coche en medio de la hoguera de la naturaleza. La radio eran noticias sobre el virus, y gente opinando, y médicos, y políticos, y periodistas, lanzando interpretaciones, generando ruido. La naturaleza se levantaba en armas contra los seres humanos. Nos mandaba un virus. Una especie de esperma de Satanás. Me acordé de otra película: La semilla del diablo, pasé de Kubrick a Polanski. Pero ese pensamiento me entristeció, en tanto en cuanto me devolvía a la noche fundamental de la especie, que divide la realidad entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte, como si no hubiera progreso posible, como si nada hubiera cambiado en las concepciones antropológicas fundamentales en estos últimos tres mil años. Lo binario, lo dual sigue dominando nuestro conocimiento.

Grandes avances científicos y tecnológicos y astronómicos y médicos en una configuración moral de hace tres milenios, completamente atascada.

El virus era diminuto, solo lo veían los microscopios. Siempre implorando los microscopios.

Odio la fe en los microscopios.

El virus ha traído una humillación nueva a la vida de la gente. Hasta ahora nos humillaban el fracaso social, el fracaso sentimental, la pobreza, la fealdad, la indigencia laboral, la tristeza o la muerte. Ahora nos humilla un ser invisible.

Como a Jesucristo, al coronavirus solo lo vieron los elegidos. De modo que todo seguía igual. Había que creer en unos hombres y mujeres especiales. El nombre de esos tipos cambió. Hace dos mil años se llamaban apóstoles. Ahora se llaman científicos. La comedia humana es frenética e interminable.

¿Qué demonios hacemos sobre la Tierra?

Podríamos desaparecer como especie y no habría registro de nuestra presencia en ningún sitio, el universo continuaría su marcha vacía hacia ninguna parte, quizá hacia la oscuridad, y desapareceríamos sin haber sido capaces de explicar por qué aparecimos una vez y qué significado tuvo la vida. Pero eso le pasa a cualquier ser humano: se va de este mundo sin saber por qué vino a él, sin saber qué es la vida, qué fue su vida.

Al día siguiente de mi llegada a la casa del bosque, España entró en cuarentena.

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La casa del bosque es de madera, con un bonito techo a dos aguas. Tiene un dormitorio agradable, un baño y una cocina comedor amplia y espaciosa. He metido las latas en el armario de la cocina. He traído libros. Botellas de leche. Carne congelada. Mucho café. El pueblo más cercano se encuentra a 15 kilómetros y ahora está vacío, porque es lugar de veraneo.

He traído libros, sí, pero no sabía qué libros elegir. He traído dos principales: la Biblia y el Quijote de Cervantes. Pensé que eran los adecuados para enfrentar el fin del mundo, porque son dos libros con capacidad de resumir otros libros. En una huida de urgencia, nadie puede acarrear tres mil libros, ni siquiera trescientos. Más bien cinco o seis, como mucho quince, o doce, no sé, depende de tu fuerza bruta, o de si tienes un sirviente, pues hay que pensar en la portabilidad de esos libros.

La portabilidad es importante, y no solo para los objetos, también para el alma.

Cuando la gente habla del fin del mundo acaba afirmando el mundo, y señala así que la civilización es un hecho incuestionable

Siempre se cuela la idea del fin del mundo cuando pasa un acontecimiento planetario, pero pensar en el fin del mundo es como manifestar de forma indirecta que el mundo existe. Cuando la gente habla del fin del mundo acaba afirmando el mundo, y señala así que la civilización es un hecho incuestionable. Por eso nos encanta el fin del mundo, porque de chiripa afirmamos así nuestra propia existencia.

No estoy aislado, pues la conexión wifi de mi móvil funciona perfectamente. Y en la casa hay una pequeña televisión que coge las cadenas de noticias más importantes. Es una LG de 28 pulgadas, con su mando a distancia, con esas teclas diminutas, ¿por qué no hacen mandos a distancia más grandes? Mandos que te den la sensación de pilotar una nave espacial, de pilotar el mundo entero.

Por las mañanas entra en la casa un sol extraordinario. Me quedo mirando ese sol que se pasea por el dormitorio y el salón y me felicito de haber tenido la gran idea de venir aquí.

El sol no se ha enterado de nada de lo que ocurre aquí abajo. Si miro el sol, este sol que entra en la casa, me resulta imposible pensar que está pasando algo relevante en el mundo.

Este sol invita a enamorarse, pero de quién.

Me suelo despertar entre ocho y ocho y media, aunque no me levanto de la cama hasta una hora más tarde, y me quedo tomando café hasta más allá de las diez de la mañana.

Pongo las noticias.

Millones de seres humanos pasan muchas horas delante de la televisión viendo noticias.

Las noticias son devastadoras, y el mundo entra en un lugar desconocido, como cuando se pisó la Luna en 1969. Nunca habíamos estado aquí. Pero lo más importante: nunca lo previmos, más allá de las películas y las novelas, que no son formas sólidas de previsión.

Por cierto, al final no pasó nada por pisar la Luna en 1969. Parecía que eso era importante y resultó que no lo era. Acabó siendo un acto extravagante de la humanidad.

La conquista de la Luna fue un acto poético, carente de consecuencias reales, fue una especie de narcisismo que reveló la inutilidad del cosmos. Es muy difícil creer en la humanidad si no ocurren acontecimientos planetarios. Si los acontecimientos son devastadores, la creencia se hace más firme. Si son acontecimientos decorativos, como la llegada a la Luna, la creencia dura menos tiempo.

¿Cambió la llegada a la Luna la vida de nuestros padres? Lo de la Luna fue entretenimiento, ocio, cine, espectáculo, y eso ya era mucho. Ocio científico, metafísico incluso, pero ocio. No transformó la realidad económica de la Tierra. No supuso una revolución industrial. Fue diversión, una diversión luminosa, con su efervescencia filosófica, con su punto poético.

El viaje a la Luna fue el último acto poético de la humanidad. Se gastó miles de millones de dólares por amor a la poesía.

Nunca se había invertido tanto dinero en poesía. Nunca se había amado tanto la poesía.

Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, con la financiación de aquellos viajes a la Luna, se convirtieron en auténticos mecenas de la poesía.

No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que la idea de nación o de pueblo tiene los años contados, puede que sean muchos años, incluso un par de siglos, tal vez tres siglos o cuatro, eso ya no lo sé, pero algún día solo existirá la humanidad, con el estatuto político que buenamente se pueda conseguir.

Las naciones desaparecerán, también desaparecerán todas las lenguas, y no será un momento triste, sino un paso al frente de dimensiones maravillosas.

No lo veremos ahora. Pero alguien lo acabará viendo; si somos optimistas, ocurrirá en un siglo y medio o dos siglos: no habrá países, no existirán Francia, España, los Estados Unidos, Cuba, Rusia, Alemania, Italia, China. Quizá tarde quinientos años, pero lo veo cristalino. Será un momento mágico: la caída de las identidades nacionales, la desaparición de la idea de los pueblos y el nacimiento de la humanidad.

Lo importante es que llegará el fin de las naciones, y qué gran fortuna tendrán los hombres y mujeres que vean el final de las desigualdades y de las injusticias. Dará igual dónde nazcas. No tendrás mala vida por nacer en África ni una vida privilegiada por nacer en Europa. Eso ya no pasará. Nadie te condenará a la invisibilidad por no hablar inglés. Todos hablaremos inglés al fin, como el mismísimo Shakespeare.

Todos seremos William Shakespeare de talento y Elvis Presley de presencia y cuerpo.

Si alargo la mano, toco ese mundo.

El virus irradia esa posibilidad de que cambie el sujeto de la Historia, con hache mayúscula, aunque no sepamos muy bien qué significa colocar una letra mayúscula delante de una palabra.

Todas las noticias importantes del virus se nombran en inglés en todas las televisiones del planeta, y esa será la única lengua dentro de doscientos años, todas las demás se irán apagando, pero no de una manera triste, no acabo de ver cómo será, pero no habrá ni imposición ni tristeza ni guerra ni tiranía, sino un acuerdo fraterno, en donde el ansia de comunicación sea superior al ansia de identidad. Porque no habrá identidades nacionales y sí ganas infinitas de hablar todos, un ansia universal de comunicación. Los que ya no estaremos en ese futuro nos podemos consolar pensando en los que no están en este momento, en gente que vivió en la Edad Media o en el siglo xvii.

Los vivos recordamos y los muertos permiten que los recordemos, es su única actividad.

Sin embargo, todo da igual si no estás enamorado.

De qué te sirve tener el cerebro y la inteligencia de Carlos Marx o de Albert Einstein si no estás enamorado.

Y allí está el misterio.

Los besos

Manuel Vilas
Planeta, 2021.
448 páginas. 20,90 euros.

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