Del chiringuito a Valladolid: el rey África, el rey del verano y su sorprendente cambio de vida | Gente


Alan Duffy es un argentino que viste bermudas y una amplia camiseta azul cualquier martes, se desespera con las colas en el banco y ha pasado largas temporadas en la tranquila Valladolid durante 21 años. La ciudad de la gente discreta y las nieblas invernales da la bienvenida a quienes han hecho saltar a varias generaciones bajo el apodo del rey África, siempre asociada a los colores estridentes, la fiesta de verano y las canciones pegadizas. El rey de la verbena y las bandas de música combina el frenesí del escenario con una rutina relajada que disfruta entre Pucela y Puerto Banús (Málaga), sus dos residencias en una España donde es casi un pecado acortar los oes de su gran canción La bomba cuando comienza a sonar de cualquier manera y club de reunión. El artista sabe que a esa canción le debe parte de su gloria y la lleva con orgullo, pero advierte de su filosofía: «No porque te llamen rey, tienes que vivir en un castillo».

La conversación se desarrolla en un chiringuito de la playa fluvial de Las Moreras, donde la arena y el Pisuerga dan a los valladolid un mar interior. El cantante siembra algunas bromas en su discurso, como cuando dice que tiene “28 años… de carrera”, ya que se niega a confesar su edad y solo admite que tiene “dos cifras”. King Africa reside en un lugar alejado del resplandor, los focos y el brillo de la fama, con el que se lleva bien pero no le presta mucha atención. Necesita la tranquilidad que encontró en el barrio de Parquesol, sin las exigencias de experiencias previas abrumadoras como las vividas en Nueva York, São Paulo, Barcelona o Madrid. Una vez instalado en Valladolid, encontró la ventaja de “tenerlo todo” a mano pero sin demasiada saturación. El monarca de la fiesta sostiene que la cercanía a la capital y al aeropuerto marcó su decisión, de poder moverse y trabajar sin muchas dificultades, pero en las mentiras de la ciudad siempre se comentó que hubo factores amorosos a través. «No sabe, no responde», se ríe cuando lo amenazan con abordar cuestiones más personales. En cuanto a su adaptación, apunta que pronto se acostumbró al frío castellano y, contra el cliché de la sobriedad castellana, encontró gente simpática que pronto se hicieron amigos que él todavía tiene: “Dicen que la gente de Valladolid es seca y cerrada, pero nunca tuve problemas con eso «.

La notoriedad, asegura, no le ha puesto la máscara de estrella. Es común verlo por el Nuevo José Zorrilla, el estadio de fútbol de Pucelano, para animar -y sufrir- al Real Valladolid como un hincha más de un bocadillo y una bufanda. Una de sus aficiones menos conocidas es su vertiente rockera, ya que le gusta escuchar rock de los ochenta y noventa y descubrir remixes y nuevas melodías con las que entretenerse y aprender cuando suelta el micrófono. Las fotos y el reconocimiento, está agradecido, lo animan porque le recuerdan que está haciendo feliz a alguien, pero él no quiere halagos: «Yo solo hago música para divertirme y divertirme». Una de las sensaciones que más te gusta es pasar por Puerto Banús, escenario habitual de famosos de todo pelaje, y para llamar la atención. El «cariño» que nota se hace evidente cuando estos admiradores admiten que no están hablando con otras caras conocidas, pero que les ha dado tantas fiestas que no pueden evitar saludarlo. Este argentino se siente honrado por la definición de «rey del verano», pero no se siente monarca «de una región ni de nada» ni canta himnos. Provocar algo más allá de querer sacudir el esqueleto con una mano en la cintura e inventar movimientos sexys no le conviene.

King Africa vive desde hace mucho tiempo entre Valladolid y Puerto Banús, en Málaga. Javier Alvarez

El tiempo corre hasta que los que quedan en el imaginario colectivo por un petardazo musical que ya cumplió 20. King Africa explica que nunca hubiera imaginado que el año 2000, en el que esperaba «coches voladores o la conquista del espacio», le traería la canción del verano. El «grito de batalla» de La bomba —Una versión de la canción homónima del grupo Azul azul— expandió su sello por el mundo y actuó por Europa, Las Vegas y Japón. Allí encontró, al aterrizar en 2003 para una gira de un mes, que incluso en los países más “rigurosos” disfrutan haciendo “pachangas”. Esta expansión internacional, sostiene mientras el calor aprieta y agrega aún más valor a sus inseparables gafas de sol, no lo hizo sucumbir a excentricidades o “fiestas en yate”. Lo tiene claro: «Mi bomba es estar tranquilo y pasar un buen rato». Los trajes multicolores quedan para las noches de juerga, esas que se empezaron a promocionar en España cuando en 1998 El camaleon se convirtió en el carnaval número 1 de Santa Cruz de Tenerife. Entonces vendrían otros éxitos como Salto y El Humahuaqueño.

El rostro del pucelano adoptado se retuerce al hablar de la era de las máscaras, la distancia y la prohibición de frotar. La pandemia ha castigado especialmente a la música en vivo, con suspensiones de conciertos que le han hecho recordar las enseñanzas de su madre y su abuelo: «Salva, nunca se sabe cuándo lo vas a necesitar». Esta escasez de actuaciones lo vuelve irónico con quejas de la industria hotelera: «Me río, ojalá hubiéramos trabajado un poco». Este verano solo ha podido actuar en tres ocasiones, de ahí su crítica a los «cuatro locos» que no respetan el contexto de disfrutar de la cultura sentados en una silla: «El disparate no se corrige».

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King Africa, que ha triunfado ante un público de 250.000 personas, indica que gracias a sus años en las fiestas del pueblo, asume que hay filas de butacas ante la multitud entremezclada y que personas de todas las edades también disfrutan de la pipa: «Los abuelos también tiene derecho a ir a un concierto «. Actualmente, compara, las restricciones solo permiten bailar «como un chotis, en un azulejo». King Africa espera fervientemente que todas las profesiones puedan volver al trabajo normal. Por ello, cree, la apuesta del público por las medidas sanitarias será clave para recuperar los espectáculos musicales y sudar y gritar como si no hubiera un mañana. Ya hay ganas de Paquito el chocolatero o Saltar sin parar con él como jefe absoluto del escenario.

La vena artística y el personaje que interpreta se nota cuando termina la charla y le piden unas fotos. Entonces aparece su enorme y contagiosa sonrisa, ancha como la del cocodrilo supuestamente avistado en el Pisuerga el pasado mes de junio y que también da nombre a una de sus canciones. Sus manos se abren y sus brazos se extienden, dando abrazos, antes de inmortalizarse como si se asomara al agua, entre una bandada de patos blancos, un ansiado verano normal, sin máscaras, en el que gritar «La booooooombaaaaaa» y que solo contagia el virus de la fiesta y el buen rollo.



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