Habían transcurrido unos 10 minutos del primero de sus dos conciertos de estos días en el WiZink madrileño cuando Paul McCartney, en una primera parada para tomar aire, dijo solemne: «Lo vais a pasar realmente bien esta noche». Llegaba tarde. El público llevaba ya bastante rato pasándolo pipa. Incluso en las colas infinitas para acceder a un recinto con sus 16.000 entradas vendidas, y a pesar de los 5 grados de temperatura de la noche mesetaria, se había visto a varios grupos, de mayores y de jóvenes, cantando algunas de las canciones más conocidas de los Beatles. Todo eran sonrisas y compadreo a pesar de la espera incómoda, una alegría que explotaría una vez dentro del recinto y que se mantendría intacta toda la noche.
Pero fue cuando Macca salió por fin al escenario, envuelto por la pirotecnia que se proyectaba en las gigantescas pantallas laterales, y empezó a entonar los primeros acordes de Can’t Buy Me Love, una de las canciones más fiesteras de A Hard Day’s Night, quizá el más beat o el más yeyé de los álbumes de los Beatles, cuando quedó claro que en esa fiesta no habría marcha atrás. No todos los días se ve y se escucha a uno de los grandes genios de la historia de la música, exultante en sus 82 años que parecen en realidad diez menos, y aquí había que disfrutar cada segundo como si el mundo se fuera a acabar mañana. Muchos de los asistentes probablemente se enamoraron por primera vez con una canción compuesta por este hombre, a sus hijos y a sus nietos quizá les haya pasado lo mismo, y serán muchas las generaciones a las que les siga sucediendo.
Empezó McCartney muy rock: a Can’t Buy Me Love le siguieron Junior’s Farm y Letting Go, esta última con los tres vientos encaramados a un pasillo de una de las gradas laterales, a unos cuarenta metros del escenario, en una de las sorpresas divertidas de la noche. Eran dos temas de su otra banda, Wings, y fueron celebrados y bailados por el público, al igual que los de su posterior carrera en solitario, prácticamente con el mismo entusiasmo y emoción que los de los Beatles. Con picos como los Let ‘Em In, que llegaría un rato más tarde: un precioso y emocionante medio tiempo, repleto de arreglos coloristas, que llevó a McCartney al piano y le puso a silbar como si fuera un chiquillo feliz. A lo largo del concierto se le vería tocarlo en diferentes momentos, como también bajos, guitarras acústicas y eléctricas, banjos, ukeleles… El gran multiinstrumentista de los Beatles no tiene fin cuando se trata de sacar melodías de cualquier parte.
La mayor parte de las canciones de los Beatles que sonaron a lo largo de la noche se interpretaban en formato cuarteto, como fueron concebidas originalmente, con el cantante flanqueado por Rusty Anderson y Brian Ray a las guitarras y puntualmente algún bajo, los tres músicos maduros con buen pelo y elegantemente vestidos de oscuro. Detrás estaban el batería Abe Laboriel Jr. y Wix Wickens a los teclados cuando le tocaba. Dijo el cantante, en castellano: “Esta noche voy a tratar de hablar un pelín de español», la primera de muchas bromas e inteacciones con el público en el idioma local, casi cheli, y enseguida se dispararon los acordes de Drive My Car, otra canción que es una verbena. De los Fab Four irían cayendo Got To Get You Into My Life, muy festiva; Getting Better, con su estribillo perfecto para corear, o la más country I’ve Just Seen a Face.
Si Macca tuvo un recuerdo para Jimy Hendrix en la coda de otra de los Wings, Let Me Roll It, tocando él mismo a la guitarra los acordes de Foxy Lady, otro fue para su mujer actual, Nancy Shevell, de la que dijo que estaba en la sala esta noche y a la que dedicó la romántica, un punto cursi, My Valentine, compuesta hace una década para ella. Fue poco antes de empezar una sección de pura arqueología en la que sonaron In Spite of All the Danger («la primera canción que grabamos los Beatles») o Love Me Do, un clásico imbatible en su endemoniada sencillez.
Depués de bromear amenazando con tirarse al público desde el escenario, el WiZink se sumió en la oscuridad absoluta y McCartney se elevó a las alturas en una plataforma desde la que cantó, solo y con su guitarra acústica, Black Bird, para seguir con Here Today, que dedicó a su amigo John. «Juan», le llamó en castellano, y se notó el cariño por un amigo, a ratos complicado, con el que formó el que quizá sea el tándem compositivo mejor engrasado de todos los tiempos. Fue en esa canción dedicada a él cuando por primera y casi única vez se percibió cierta debilidad en una voz que mantuvo el tipo durante toda la velada, pero una tuneladora de metro no habría sido capaz de hacerse paso entre la emoción cristalizada del momento.
Now And Then, ‘el último tema Beatle’ presentado el año pasado, sonó más de verdad de lo que suena grabado, y para Lady Madonna se movilizaron todos los instrumentos, sección de viento incluida. Aunque en realidad aquello parecía solo el entrenamiento de la banda para una Jet de los Wings absolutamente abrasadora: un temazo glam rock que puso al WiZink patas arriba. Y con la energía perfecta para abordar una nueva sección Beatles en la que conmovió Something, que dedicó a «mi hermando George» y que arrancó más animada de lo normal con un ukelele y la gente coreando el célebre «I don’t know» mientras se proyectaban fotos de los dos y de toda la banda en las pantallas. De nuevo pelos de punta.
Pero como la música de los Beatles es un enorme y fantástico tiovivo en el que ir alternando emociones sin solución de continuidad, enseguida volvería el jolgorio con Ob-la-di Ob-la-da, para la que McCartney volvió a animar al público, como la haría después, justo antes del bis, con Hey Jude, convertida en un arrasador himno de estadio (el célebre ‘lalalala’) en el que dirigió a un coro entusiasta de 16.000 voces: «ahora los hombres», dijo primero, «ahora las mujeres», después, para al final fundirse todos con la banda en una especie de gigantesco y fraternal abrazo musical. Ahora ellos también eran parte activa del espectáculo, de la música de su banda favorita de siempre.
En medio había sucedido uno de los momentos más inolvidables, el de Let It Be, que a falta de Yesterday fue la canción más universal en una noche de canciones universales, y que sonó todo lo hermosa y emocionante que puede llegar a sonar Let It Be. Y también Live and Let Die, el tema coescrito junto a su mujer Linda, fallecida en 1998 y siempre recordada, para la película de James Bond del mismo título. Cinematográfica y espectacular como es, fue salteada con diversos juegos de pirotecnia un tanto molesta que pusieron en guardia a más de uno: al fin y al cabo, por franja de edad del público, había unos cuantos marcapasos en la sala.
Para el bis, que llegó después de una exhibición de banderas en la que McCartney empuñó la española y sus compañeros la Union Jack y la LGTBIQ+, quedaron temas rockeros de la memoria menor y mayor de los Beatles, todos parte de ese legado precioso, imbatible, que es la discografía del cuarteto de Liverpool. Con I’ve Got A Feeling aprovecharon para lucirse instrumentalmente, y Sgt. Pepper’s Lonely Herats Club Band la llevaron casi al heavy, como después Helter Skelter, esa especie de eslabón perdido entre el garage y el metal. Pero todo se acaba y, poco antes de la medianoche, McCartney se despedía para disgusto de quienes se habían congregado en este gigantesco ritual profano. Por ahora, ni siquiera el mago, el genio de la lámpara que es el músico de Liverpool tiene la capacidad de dilatar el tiempo. Aunque sus canciones sean, como mínimo, eternas.