Hay escritores que no pueden sacar su vida de la ficción, y otros que convierten en ficción su propia vida. Aunque reniego de las etiquetas y no me gusta categorizar, porque reduce y oprime, Ana María Matute (1925-2014) pertenece, en función de esa división que únicamente existe en mi cabeza, a la segunda clase, especie o tipo de autores inventivos hasta en sueños.
‘La Matute’, como ella misma se denominaba, pues nunca emplearía yo el artículo determinado delante de un nombre propio sin el consentimiento del aludido, imaginó, desde que comenzó a escribir, al poco de aprender a hacerlo, un mundo al margen de este lleno de adultos, un lugar donde la infancia jamás acababa. Y en él vivió, gracias a él se mantuvo viva y nos hizo a los demás, sus lectores, seguir viviendo.
Fue su tata, Anastasia Arrizabalaga Zubía, figura fundamental durante su niñez, quien le tocó con la varita de la ficción. Cada noche, le contaba un cuento, se los sabía todos, a cada cual más terrorífico, y aquella niña que muchos años después acabaría emparentada con Cervantes no se cansaba de escucharla. Su primer relato, cuyo protagonista era un niño para el que los duendes eran una cosa común y corriente, lo mismo que para ella, lo escribió ‘La Matute’ con cinco años y ya nunca dejó de habitar esa realidad inventada en la que era más feliz, dichosa.
Lo hacía a todas horas, no sólo mientras estaba sentada en su escritorio. Fabulaba las vidas de la gente con la que se cruzaba, en el parque, en el mercado, en el cine o el teatro, y también la suya. Tenía una libreta llena de nombres inventados con los que se hacía pasar por otras personas y a los taxistas, pobres, les contaba unas historias terroríficas, pura imaginación.
Yo no llegué a conocerla, no tuve esa suerte, pero llevo leyéndola desde hace casi una eternidad, que es cuando comienzan las infancias felices. En una de mis librerías conservo la mayoría de sus títulos, del primero, ‘Los Abel’, al póstumo, ‘Demonios familiares’. Ahí estaban mucho antes de que el 6 de enero de 2022 mi vida tomara los derroteros de la ficción, o el sueño, y yo quedara para siempre emparentada con ella, con ‘La Matute’.
Un linaje que abruma y enorgullece
Formamos parte, las dos, de un linaje literario que abruma tanto como enorgullece, el Premio Nadal, galardón que ambas ganamos con nuestra segunda novela; ella, con ‘Primera memoria’, yo, con ‘Las formas del querer’, separadas por más de seis décadas de tiempo transcurrido en el calendario y unidas por el deseo compartido de “ser la mejor escritora del mundo, aunque no tenga ni gloria ni dinero”. Así respondió ‘La Matute’ la noche del 6 de enero de 1960 a Manuel del Arco, periodista de ‘La Vanguardia’, al preguntarle éste: “Después de este premio ¿qué más ambiciona”. “Mi ambición es fabulosa, ilimitada”, contestó ella, antes de especificar su objetivo, ajeno a lo material y sin embargo tan cautivo de ello.
Al galardón se presentó con el seudónimo de ‘Eduardo Ayala’, “porque si no ganaba me hubiera dado mucha rabia quedar detrás de otros señores”, le confesó a Del Arco. ‘Eduardo’ se le ocurrió a ella, pues todos los que conocía eran “muy simpáticos”, y Ayala, a su entonces marido, Eugenio de Goicoechea, “pensando en Francisco Ayala, novelista y sociólogo español, residente en América, a quien admira mucho y pensó que era un apellido literariamente breve y fácil de fonética”.
¿Qué pretendía al contar esa historia, ambientada en una isla, y protagonizada por una adolescente?, quiso saber Del Arco. “Plantear, mediante una forma lo más sencilla y suave posible, jugando con unos personajes adolescentes y, por tanto, limpios de todo prejuicio, el problema de la incomprensión y la injusticia dominante; para lo cual, me fue también necesario contrastar la pureza de los personajes con la brutalidad de la guerra”, le explicó. A la siguiente pregunta, la referida a si la contada era una historia “sufrida por ti o imaginada”, ella respondió: “La anécdota totalmente imaginada; y el paisaje conocido ‘a posteriori’ a los acontecimientos que en él se desarrollan”.
Ese sería el final, en forma de extractada crónica periodística, fría y distante, ajena a la emoción, de una ansiada aspiración que había comenzado mucho antes, seguramente después de que Carmen Laforet lograra la primera edición del premio, frustrada tras quedar “en lugar tercero” con Los Abel en el Nadal que ganó Miguel Delibes con ‘La sombra del ciprés es alargada’ y retomada ese mismo día, con idéntico ahínco, sin una pizca menos de ilusión. Lo pienso mientras me detengo en las páginas que, doce años atrás, la primera vez que la leí, dejé dobladas en esa novela.
Huella imborrable
La huella que los libros me han dejado puede medirse en función de las hojas que en ellos he señalado, y ‘Primera memoria’ está repleto. Las marcas arrancan en la página 21: “(Aquí estoy ahora, delante de este vaso tan verde, y el corazón pesándome. ¿Será verdad que la vida arranca de escenas como aquella? ¿Será verdad que de niños vivimos la vida entera, de un sorbo, para repetirnos después estúpidamente, ciegamente, sin sentido alguno?)”. Son palabras de Matia, la joven, alrededor de catorce años, protagonista de la historia, narrada en una primera persona muy cercana en lo biográfico a la autora.
Esa edad rondaba ‘La Matute’ cuando estalló la Guerra Civil, momento en el que echan a andar los recuerdos de Matia, quien, ya siendo adulta, desterrada del reino de la inocencia, recurre a la memoria para tomar conciencia de los hechos pasados: “Qué extranjera raza la de los adultos, la de los hombres y las mujeres. Qué extranjeros y absurdos, nosotros. Qué fuera del mundo y hasta del tiempo. Ya no éramos niños. De pronto ya no sabíamos lo que éramos”.
En esos días estivales, Matia, todavía una niña “de rodillas peladas”, llega a casa de su abuela, una vieja tiránica, déspota, insensible, obsesionada con sus posesiones, en una isla cuyo nombre nunca se explicita en la novela pero que todos, lectores, críticos, la propia autora, asumimos que es Mallorca. Allí se refugió la escritora una temporada, en el hogar de sus amigos Camilo José Cela y Charo Conde, en Son Armadans, poco después de haberse casado con De Goicoechea, con el que inmediatamente surgieron desavenencias. Y de su estancia en la isla balear, junto con lo escuchado al matrimonio Cela-Conde, sacó el material para escribir.
Matia no quiere crecer, se resiste a hacerlo, lo mismo que los otros dos protagonistas, Borja, su primo, que encarna la vileza adolescente, y Manuel, un chaval isleño, inocente en el sentido literal y abstracto del término
“Quien no haya sido, desde los nueve a los catorce años, traído y llevado de un lugar a otro, de unas a otras manos, como un objeto, no podrá entender mi desamor y rebeldía de aquel tiempo”, asegura el personaje de Matia. Hay en ella la amarga dulzura que desprende quien recuerda con la perspectiva del tiempo transcurrido, la única forma de no dejarse arrasar por la nostalgia. Matia, en ese pasado al que vive anclada gracias a la evocación, no quiere crecer, se resiste a hacerlo, lo mismo que los otros dos protagonistas, Borja, su primo, que encarna la vileza adolescente, y Manuel, un chaval isleño, inocente en el sentido literal y abstracto del término.
“Miraba mis piernas tostadas, extendidas, y me decía si acaso era verdad lo que nos contaban. Pero en la vida, me parecía a mí, había algo demasiado real. Yo sabía –porque siempre me lo estaban repitiendo– que el mundo era algo malo y grande. Y me asustaba pensar que aún podía ser más aterrador de lo que pensaba. Miraba la tierra, y me decía que vivíamos encima de los muertos, y que la pedregosa isla, con sus enormes flores y sus árboles, estaba amasada de muertos y muertos sobrepuestos”, leo, en otra de las páginas señaladas, y avanzo en la lectura de la historia que ‘La Matute’ quiso contar.
La crueldad de la guerra
Una historia que transcurre entre aburridas clases de latín, cigarrillos fumados a escondidas, excursiones furtivas a calas recónditas, pequeños odios y disputas, venganzas locales, mientras la crueldad universal, la de la guerra, se escucha lejana, como un rumor, en la península. “No obstante, al parecer, sucedían cosas atroces. A la hora del desayuno los periódicos de la abuela crujían entre sus garras glotonas, y el bastoncillo resbalaba al suelo una y otra vez, como una protesta (…) Alguna vez, Borja y yo mirábamos los periódicos. Ciudades bombardeadas, batallas perdidas, batallas ganadas. Y allí, en la isla, en el pueblo, la espesa y silenciosa venganza”, cuenta Matia al ir aproximándose al final de su relato, recordado.
Todos los personajes están marcados por ese ruido de fondo, el de la contienda entre hermanos, también la familia de Matia, su padre, quien, en palabras del primo Borja, es “un rojo asqueroso, que tal vez a estas horas esté disparando contra el mío”. La madre de la protagonista, sobre la que planea la sombra de la enfermedad (mental), murió, dejando a su hija huérfana y cuestionada; quizás también eso, los problemas, las circunstancias vitales, tal vez el carácter, se herede, especulan quienes rodean a Matia en la casa de su abuela. Hasta en eso se adelantó ‘La Matute’, incluso ahí nos marcó el paso a las demás.
Todos los personajes están marcados por ese ruido de fondo, el de la contienda entre hermanos, también la familia de Matia, su padre, quien, en palabras del primo Borja, es “un rojo asqueroso”
Y más allá fue, me doy cuenta ahora, intuyendo el feminismo, una independencia, la de la mujer, por la que ella pugnó toda su vida, ser libre escribiendo, un privilegio. “Una de las cosas más humillantes de aquel tiempo, recuerdo, era la preocupación constante de mi abuela por mi posible futura belleza. Por una supuesta belleza que debía adquirir, fuese como fuese (…) La belleza, pues, era el único bien con que podía contar en la vida. Sin embargo, aquella belleza era todavía algo inexistente y remoto, y mi aspecto dejaba bastante que desear, en el concepto de mi abuela”, recuerda Matia, que unas páginas antes se había zafado así de las largas manos de un muchacho, Juan Antonio: “Me puso la mano en la rodilla y empezó a acariciarla. La falda se levantó un poco, sólo un poco: vi mi rodilla tostada por el sol, redonda y suave –nunca pensé que pudiera ser tan bonita, hasta aquel momento–, y de pronto, no pude resistir su mano sudorosa. Decía: ‘Tu madre…’. No le entendí bien. Estaba obsesionada por su mano, que me repelía como un sapo. ¡Y tenía los labios tan repugnantemente encarnados! Le di un empujón brutal, y fue contra la pared. Las flores, a nuestro lado, exhalaban un gran perfume. De abajo llegaba un chorro de luz verde, como si el mar estuviese allí mismo, al volver la esquina de la casa. Pero no era cierto”.
Hay belleza, pese a la cruda realidad descrita, en las páginas de esta ‘Primera memoria’ de la escritora. La encuentro en su conexión con la naturaleza (“El sol lucía plenamente, y dentro del silencio, durante un rato –de forma parecida a cuando se cierran los ojos y se continúa viendo el contorno luminoso de las cosas, cambiando de color en el interior de los párpados– oí su voz, que decía: ‘han tenido que matarlo, han tenido que matarlo’”), con lo fantástico (“En la isla entraban hormigas por todas partes. Por toda ella había caminos y caminos de hormigas; diminutos túneles, horadándola, delgados, como infinitas venas huecas. Y las hormigas yendo y viniendo, yendo y viniendo, por ellos”), con esa existencia imaginada para poder sobrevivir.
Y, al final, una triste conclusión: “(No existió la Isla de Nunca Jamás y la Joven Sirena no consiguió un alma inmortal, porque los hombres y las mujeres no aman, y se quedó con un par de inútiles piernas, y se convirtió en espuma)”.
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Junto a su cama, Ana María Matute tuvo siempre un ejemplar de ‘Peter Pan’. Muchas noches, antes de cerrar los ojos, leía el final. “Me parece lo más, quizá porque me siento identificada con él. Es el espíritu de la infancia indómita. Cada vez que lo leo, me entran ganas de llorar. Pero de felicidad. Ese párrafo es mi vida”. Una vida que esa muerte de la que ella no era “partícipe” interrumpió el 25 de junio de 2014. Aunque su historia continúa en el mundo ficticio que inventó, y “así sucederá para siempre, mientras los niños sean alegres, inocentes y despiadados”.