Gobernar es, esencialmente, traicionar. La historia política está llena de traiciones. Desde democracias que fracasan en cumplir sus promesas de campaña hasta dictaduras que fallan en seguir sus ideales primigenios, la discordancia con el programa anunciado no es ninguna novedad, sino una norma. No es un tropiezo casual ni una perversión del poder, como a menudo se argumenta desde alguna ética simple del compromiso. Según sostienen el filósofo francés Yves Roucaute y el ensayista Denis Jeambar, en Elogio de la traición. Sobre el arte de gobernar a través de la negación, 1988 (traducido al castellano por Gedisa en 1997), la traición no es solo contingente, sino constitutiva de la actividad gubernamental. Por consiguiente, el gobernante no puede conciliar sus promesas de campaña, porque actuar en el terreno de lo real es más complejo y vil que cualquier discurso, lo real es el pragmatismo y, sobre todo, la capacidad de negar lo dicho para sostener lo que se hace. Traicionar no sería, desde este punto de vista, un pecado sino una virtud política. El gobernante que no traiciona no es de fiar. La traición no es un fallo moral, sino una virtud política. El dirigente que se aferra al programa que lo llevó al poder es, a menudo, un fanático o un incompetente. Sólo traicionando a su base electoral, a sus ideas iniciales, o a sus alianzas pasadas, puede un político sobrevivir al vértigo de las alturas del poder y, en ocasiones, salvar al Estado de la anarquía. La promesa es el arte de llegar, y la traición el arte de gobernar.
Este principio no hace distinciones entre regímenes. En la democracia, el programa es un anzuelo de legitimación. En la dictadura, es un cuento de justificación. Pero en ambos casos, el poder verdadero exige una distancia con respecto a la palabra dada. La traición en una dictadura (como sucedió en la URSS bajo Stalin, o con Gorbachov, o en la China de Deng Xiaoping, o en la Cuba de Castro) es la misma que en una democracia parlamentaria, donde el recién electo entierra sus promesas antes de terminar la copa del brindis de inauguración.
Roucaute y Jeambar no ríen el cinismo, sino que nos dicen la verdad que el discurso republicano gusta ocultarnos: el buen político es a fin de cuentas un traidor lúcido, no un cumplidor del contrato social. La moral de la acción reemplaza a la moral de la intención. El líder real se mide por su capacidad de desdecir lo dicho, si eso permite mantener en pie la arquitectura política frente a nuevas eventualidades. ¿Es esto una alabanza al desprecio por el voto, por la palabra dada? No, eso es irrelevante. Se trata de una llamada a la madurez política, al desapego de las ilusiones moralistas y al reconocimiento de que no se gobierna para llegar a un ideal, sino para operar en el borde del caos. La traición, en este sentido, no es corrupción sino adaptación, supervivencia, estrategia. Como enseñan Roucaute y Jeambar, el que no está dispuesto a traicionar no debería gobernar. La lealtad total, en política, es tiranía o es estupidez. Y ninguna nación puede sobrevivir por mucho tiempo bajo el yugo del idiota o del fanático.
Y si hay un ejemplo contemporáneo que ejemplifique el problema que intentan presentar, es el del actual presidente del Reino de España. Fue elegido negando que fuera a haber pactos con fuerzas independentistas o amnistías, prometiendo la restauración de la integridad institucional o la exhibición de los presupuestos, y ha hecho exactamente lo contrario de lo que proclamaba: pactos con aquellos a los que prometió nunca pactar, concesiones donde juraba firmes posturas, y reformas a las que se oponía contundentemente. Eso, además, envuelto en un estilo comunicativo que ha vaciado de contenido la palabra dada, y que ha convertido la trampa en rutina institucional. La mayoría de los titulares de prensa de los últimos años no hacen otra cosa que recordar, a su vez, cómo, además, se ha tolerado bajo su mandato el despilfarro público de forma infame, desde prostíbulos hasta drogas, sin consecuencias reales. Aun así, millones de personas siguen votando al partido socialista español. ¿Por qué? Porque la verdad en la democracia ya solo se sustenta en la subjetividad emocional del votante.
Hay dos salidas ante esto: o la posibilidad de que la fidelidad del seguidor sea ciega, la existencia de una sumisión que sigue creyendo aunque los hechos lo traicionen, porque ya no se vota ideas, sino identidades; o bien, una ruptura consciente con la ingenuidad infantil de la política representativa, y el paso a una acción decidida, pacífica o revolucionaria, en defensa de los valores traicionados, sabiendo que ya no basta con quejarse porque «no se cumplió el programa».
Un proverbio resume, con brutal exactitud, todo lo que cabe decir: «Prometer hasta meter, y una vez metido, se acabó lo prometido». Este proverbio, tan español, no es solo una picaresca vulgar, es el resumen perfecto del juego del poder. Quien espera otra cosa no ha entendido la política. Lo entendieron Maquiavelo, Clausewitz, Roucaute y Jeambar. Y lo han entendido los que gobiernan. Lo que falta saber es si también lo entenderán los gobernados.