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Elogio de la traición


Gobernar es, esencialmente, traicionar. La historia política está llena de traiciones. Desde democracias que fracasan en cumplir sus promesas de campaña hasta dictaduras que fallan en seguir sus ideales primigenios, la discordancia con el programa anunciado no es ninguna novedad, sino una norma. No es un tropiezo casual ni una perversión del poder, como a menudo se argumenta desde alguna ética simple del compromiso. Según sostienen el filósofo francés Yves Roucaute y el ensayista Denis Jeambar, en Elogio de la traición. Sobre el arte de gobernar a través de la negación, 1988 (traducido al castellano por Gedisa en 1997), la traición no es solo contingente, sino constitutiva de la actividad gubernamental. Por consiguiente, el gobernante no puede conciliar sus promesas de campaña, porque actuar en el terreno de lo real es más complejo y vil que cualquier discurso, lo real es el pragmatismo y, sobre todo, la capacidad de negar lo dicho para sostener lo que se hace. Traicionar no sería, desde este punto de vista, un pecado sino una virtud política. El gobernante que no traiciona no es de fiar. La traición no es un fallo moral, sino una virtud política. El dirigente que se aferra al programa que lo llevó al poder es, a menudo, un fanático o un incompetente. Sólo traicionando a su base electoral, a sus ideas iniciales, o a sus alianzas pasadas, puede un político sobrevivir al vértigo de las alturas del poder y, en ocasiones, salvar al Estado de la anarquía. La promesa es el arte de llegar, y la traición el arte de gobernar.



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