Mario Vargas Llosa y Juan-Manuel García Ramos, quien se desempeñó como vicepresidente del presidente de la universidad, Alberto Bethencourt, en 1986 / E. D.
Con la desaparición de Mario Vargas Llosa concluye la irradiación de un movimiento narrativo hispanoamericano que universalizó esa literatura y la colocó al lado de las grandes contribuciones de las letras del viejo continente y de la gran novela estadounidense de Faulkner, Hemingway, Dos Passos…
Poco a poco cayeron de ese firmamento narrativo del centro y del sur de América, Julio Cortázar en 1984, Carlos Fuentes en 2012, y dos años más tarde, Gabriel García Márquez. Ellos fueron el cogollo de ese boom, al que también quedaron asimilados José Lezama, Lima, Guillermo Cabrera Infante, José Donoso, Augusto Roa Bastos…
En agosto de 2023 decidí hacerme una extensa pregunta que iba a tener distintas e imprevistas respuestas y que aún no ha concluido: ¿Qué salvar del boom?
Y empecé con paciencia una revisión de los autores citados más arriba. Después de haber abandonado meses antes la lectura de Rayuela, la celebrada obra de Cortázar, por parecerme de una reiteración que ya no me decía nada, me adentré en las páginas de La región más transparente, de Carlos Fuentes, y también se me cayó de las manos, por un experimentalismo que ocultaba con una deliberación forzada la historia que el autor se había propuesto contarnos. Comencé la lectura de Paradiso, de José Lezama Lima, que encontré envuelta en un barroquismo del que mi gusto lector se había apartado.
Y en medio de ese autointerrogatorio sin plazo fijado, luego terminé de releer las 675 páginas de la primera edición de Conversación en La Catedral, la tercera de las novelas escritas por Mario Vargas Llosa. La empecé con ánimo de no reencontrarme con ella pasado el tiempo, pero tuve que reconocer que esa obra de Vargas Llosa seguía teniendo una actualidad de la que nadie podría apearla, no solo por la historia que cuenta, esa frustración compartida por su protagonista, Santiago Zavala, y por su país, el Perú durante la etapa de la dictadura de Odría, entre 1948 y 1950 y su presidencia constitucional, entre 1950 y 1956, sino también por el ritmo narrativo que el autor imprime a esa historia. En una de sus acrobacias compositivas, llega a simultanear dieciocho diálogos en el capítulo IV del Libro Tres, con no menos de dieciséis personajes distintos.
Tengo que decir que Conversación en La Catedral hay que salvarla pasados los años, las modas literarias y los gustos personales. Y a falta de seguir releyendo, creo que es innecesario no tener en cuenta obras del mismo autor como La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, sin descartar tampoco el aldabonazo que supuso La ciudad y los perros, en 1963, quizá el año que dio comienzo el trabajo de esta generación de lujo.
El resto de la obra de Mario Vargas Llosa está por debajo, a mi entender, de las novelas citadas, aunque no hemos de olvidarnos de su vocación ensayística, demostrada en incursiones como la de La verdad de las mentiras, o El viaje a la ficción, donde nos descubrió una vez más la grandeza y la originalidad del inolvidable Juan Carlos Onetti. O la tesis doctoral que dedicó al, en su tiempo, compañero Gabriel García Márquez Sin dejar atrás sus ensayos consagrados a Flaubert o a José María Arguedas, o a una parte de sus memorias, recobradas en su El pez en el agua.
Mario Vargas Llosa visitó Tenerife en varias ocasiones. La primera de ellas, en mayo de 1987, festejamos en casa del entonces rector de la ULL, José Carlos Alberto Bethencourt, una cena y un encuentro que nos acercó la gran personalidad del narrador peruano. Tenía un hechizo especial que lo hacía hablar de la literatura y de la vida en general con una elegancia que seducía desde el primer momento. Solo su particular ideología lo alejó, a partir de algún momento de su vida, del respeto generalizado que su actividad creadora le había granjeado en todos sus lectores.
Ahora nos deja el último testigo directo y principal de un movimiento literario del que las letras del mundo no podrán desentenderse.