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La inestabilidad política, de Latinoamérica al mundo


pasar a través Fernando Domínguez Sardou

Hubo un momento en que la inestabilidad política se consideraba una característica casi exclusiva de América Latina. Durante décadas, los estudios sobre el país, el despido presidencial, el gobierno débil y las divisiones legislativas han sido parte del ADN político de la región. Al mismo tiempo, Europa fue una vez un modelo de estabilidad institucional, y los países democráticos predecibles e instituciones políticas podrían garantizar la continuidad y la gobernanza. Pero esta diferencia está borrosa. Hoy, la volatilidad política no es solo un fenómeno latinoamericano: el antiguo continente también está comenzando a lidiar con gobiernos frágiles, parlamentos desagradables y una creciente insatisfacción civil.

Sin embargo, existen diferencias clave. En América Latina, la inestabilidad política a menudo se traduce en serias crisis de gobernanza, amenazas a las órdenes democráticas e incertidumbres sobre el futuro. En Europa, aunque las instituciones son tensas, el sistema existe. Anteriormente en comparación entre dos mundos diferentes, ahora hay un espejo con matices: la fragmentación y la polarización han cruzado el Océano Atlántico, pero las consecuencias son muy diferentes.

La situación en Portugal es una ilustración del nuevo panorama europeo. En solo un año, dos gobiernos se derrumbaron debido a las dificultades para consolidar la mayoría parlamentaria, un fenómeno conocido por América Latina. La reciente caída de Luís Montenegro como primer ministro es solo el último capítulo del aumento de la agitación política, y aunque no amenaza la naturaleza institucional del país, crea incertidumbre y desgaste en el sistema.

Alemania enfrenta un problema diferente, pero igualmente preocupante. El país que una vez sinónimo de estabilidad ahora está plagado de un juego interminable de negociación. El líder de CDU, Friedrich Merz, aprovechó el declive de la administración Olaf Scholz, pero la división de los votantes conduciría a cualquier intento de formar una coalición de gobiernos que sea un proceso difícil y frágil. En el continente donde el sistema parlamentario ha garantizado el gobierno durante décadas, las crecientes divisiones políticas han comenzado a erosionar esta capacidad de respuesta.

Pero a pesar de los nuevos desafíos en Europa, América Latina todavía está en una crisis estructural más profunda. No se trata solo de la dificultad de legislar dividir o formar un gobierno de coalición. En la región, la inestabilidad política significa cambios repentinos en el liderazgo, las crisis institucionales y, en algunos casos, un retorno a la democracia. La comparación es efectiva, pero las consecuencias son aún más graves.

La crisis política en América Latina no se limita a las dificultades del gobierno. En muchos casos, implican el surgimiento de los gobiernos para completar tareas, conflictos directos, conflictos directos entre ejecutivos y legislación, y líderes que intentan doblar o romper las reglas del juego. Perú es el mejor ejemplo de este fenómeno: en solo cuatro años, el país vio a seis presidentes marchar, y un Congreso hizo del despido del presidente un mecanismo recurrente para una resolución de conflictos. Ecuador tampoco es un extraño a esta dinámica. En 2023, Guillermo Lasso recurrió a la «muerte cruzada» para disolver la Asamblea Nacional y evitar ser despedido, una medida extrema que refleja la fragilidad del sistema político ecuatoriano. En Argentina, la falta de mayoría parlamentaria aprobó leyes para promover la dominación presidencial debilitó aún más la legitimidad del sistema y socavó la confianza en la democracia.

Juan Linz ha advertido sobre estos peligros en su clásico estudio de «muerte presidencial». Si bien el sistema parlamentario permite una mayor flexibilidad para reemplazar a los gobiernos sin crisis sistémicas, el presidencialismo latinoamericano tiende a crear conflictos entre muchos casos, cuyos poderes son insuperables en muchos casos. La falta de la mayoría legislativa y las debilidades institucionales han dejado a muchos presidentes latinoamericanos aislados, obligados a negociar con parlamentos dispersos o recurrir al mecanismo excepcional.

A pesar de los problemas recientes, los sistemas europeos todavía tienen mecanismos para amortiguar la inestabilidad. Aunque las divisiones políticas complicaron la formación del gobierno, las amenazas institucionales no son como América Latina. En España, por ejemplo, la creciente polarización ha convertido la política en un frágil campo de batalla de la alianza, pero los gobiernos continúan cambiando dentro del marco democrático. En Francia, el sistema de semi-líder obligó a Emmanuel Macron a lidiar con la División del Parlamento, pero no puso en riesgo la continuidad del estado.

Pero la estabilidad de Europa ya no es lo que solía ser. El desgaste de los partidos tradicionales, la división de los votos y la dificultad de construir un consenso han puesto al sistema parlamentario frente a lo que parecía ser exclusivo del presidialismo latinoamericano. Si esta tendencia continúa, Europa puede encontrar la inestabilidad más contagiosa de lo que parece.

El deterioro de la estabilidad política europea no significa que el continente esté en una crisis latinoamericana, pero es una advertencia. La división, la polarización y la dificultad de gestión no son problemas exclusivos de política u otros modelos. La diferencia entre las democracias resistentes frágiles no es su diseño institucional, sino la capacidad de sus actores políticos para manejar la incertidumbre sin usar el sistema.

Para América Latina, la lección es clara: esto no es suficiente para sobrevivir a una crisis, y su frecuencia e impacto deben reducirse. Esto significa fortalecer una cultura democrática, evitar la dependencia de liderazgo individualista y promover la negociación política como una herramienta de gobierno en lugar de convertir cada desacuerdo en una crisis existencial.

Para Europa, el desafío es evitar que la división se paralice. La estabilidad no es un derecho a ser adquirido, sino una estructura continua. Si el sistema político europeo no se adapta a la nueva realidad de los votantes cada vez más fragmentados, pueden encontrar que sus tradiciones estables de prestigio son más rápidas de lo que nadie piensa.

Finalmente, ni América Latina ni Europa garantizaban la estabilidad. La diferencia entre estas dos regiones no está frente a una crisis, sino frente a una crisis. En ese campo, hay mucho que aprender de ambos, y de miedo.

Fernando Domínguez Sardou es un doctorado en Ciencias Políticas (Universidad Nacional de Saint Matthew) y una maestría en Elecciones, Parlamento y Derecho Técnico Legislativo (Universidad de Castilla-La Mancha). Profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Argentina, Universidad de Australia, Norte Nott Santo Thomas de Aquino University y la Universidad de Tres de Febrero de Tres de.



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