La reciente visita de la borrasca Nuria a Canarias nos dejó una lección que merece ser analizada con la atención y la altura que exige el momento. Aunque las alertas fueron activadas con precisión y eficacia —una respuesta que debe ser celebrada—, la intensidad de la tormenta resultó menor de lo anticipado. Sin embargo, esta relativa benevolencia del fenómeno natural no exime de cuestionarnos si, en nuestra forma de proceder, no estamos pasando por alto una pregunta más compleja: ¿es «quédese en su casa» siempre el consejo más seguro, más humano, más justo?
Reflexionando sobre la fragilidad de nuestro entorno construido, hay zonas en las áreas metropolitanas de Canarias donde esa recomendación, lejos de ser una garantía de seguridad, podría convertirse en un peligro. Se trata de viviendas precarias, algunas construidas con tejados de uralita, otras demasiado próximas al mar o enclavadas en barrancos cuyo borde parece, en cada temporal, un hilo suspendido sobre el abismo. Estas casas, construidas con materiales insuficientes o con orientaciones que ignoran la dinámica de los vientos y las lluvias, dibujan el mapa de una vulnerabilidad que no debería existir en pleno siglo XXI.
¿Y por qué existe? ¿Cómo es posible que nuestras ciudades mantengan estos núcleos de fragilidad, siendo Canarias una región tan consciente de su particular geografía, tan rica en profesionales de la arquitectura y la ingeniería capaces de proponer soluciones seguras y sostenibles? La paradoja no es solo un reflejo de desigualdades históricas, sino una llamada urgente a una relectura de nuestras prioridades urbanísticas.
La arquitectura como un arte de anticiparse al desastre
Canarias, que es un laboratorio natural de emergencias y de mejora constante de su resiliencia y que ya está mucho mejor preparada que otras comunidades autónomas, por su ubicación en un entorno volcánico y su vulnerabilidad a fenómenos como borrascas, fenómenos costeros adversos, vientos tanto de norte como la calima de los vientos del desierto, incendios y erupciones volcánicas, debería aparecer como referencia global en la integración de arquitectura y emergencias. Las Islas tienen el potencial de convertirse en un laboratorio donde la sostenibilidad y la seguridad se entrelacen en un diálogo innovador. La arquitectura, entendida como algo más que mera edificación, como un arte de anticiparse al desastre, debería ocupar un lugar central en esta conversación.
Diseños resistentes y adaptados a la geografía insular podrían marcar la diferencia. Materiales duraderos, estructuras eficientes, formas que tengan en cuenta a la naturaleza, barrios trazados con la lógica de los elementos naturales: todo ello constituye una respuesta posible y necesaria. No se trata solo de diseñar edificios. Es el urbanismo, como disciplina estratégica, el que tiene en sus manos las herramientas para reconfigurar nuestras ciudades frente a las emergencias.
La gestión urbana en un archipiélago como Canarias debe aspirar a algo más que la comodidad cotidiana debe aspirar a la calidad y seguridad máximas.
El urbanismo como salvavidas colectivo
Hospitales, estaciones de bomberos, centros de evacuación: su ubicación estratégica puede ser la línea que separa la tragedia de la supervivencia. Asimismo, el diseño de calles y espacios públicos debe priorizar la movilidad rápida en caso de desalojo, mientras que los barrios más expuestos deberían contar con refugios accesibles y dignos.
Pero este tipo de planificación requiere una visión a corto, medio y largo plazo y un compromiso político y social. Implica reconocer que la emergencia no es solo un episodio puntual, sino un fenómeno integrado en nuestra geografía y nuestra vida colectiva y que se enfrenta a cambios climáticos no siempre predecibles. Implica, también, escuchar más a quienes viven en esas zonas vulnerables, para que sus necesidades no se diluyan en los mapas técnicos.
Se trata de construir ciudades que nos protejan mejor. La borrasca Nuria nos ha regalado una tregua, una oportunidad para reflexionar antes de que llegue la próxima emergencia. Y llegará, porque las islas siempre han vivido bajo la dictadura de lo imprevisible. Que esta reflexión no se quede en las palabras; que se traduzca en acciones concretas. En cada tejado reparado, en cada casa protegida del viento y el agua, en cada barrio que deja de ser sinónimo de peligro.
Al final, es en la arquitectura y el urbanismo donde las comunidades encuentran su escudo y su refugio. De nosotros depende que ese escudo sea lo suficientemente amplio y resistente para proteger a todos, no solo a algunos. En eso, como en pocas cosas, se juega el alma de nuestras ciudades.
Dulce Xerach es abogada y doctora en Arquitectura
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