Esta expresión perteneciente al repertorio fraseológico del gerontolenguaje de una época la hemos escuchado en Telde por referencia de personas mayores. Viene pronunciado en contextos donde un adulto reprende un comportamiento considerado poco «civilizado» de un menor: «Mi(r)e uste(d), el chiquillo este, eh, descalzo y descamisado. Parece un indígena». La locución tiene un sentido negativo, pues se enfatiza en la pronunciación de la voz «indígena» con marcado carácter despectivo.
La expresión comparativa «parece un indígena» es afín, en este sentido, a estas otras que dicen: «ser/parecer un mago/maúro» (mago o maúro: despectivamente se le llama a la persona del campo que se caracteriza por ser basta, de modales toscos y rústicos); o «ser un cumbrero», de sentido similar a las anteriores. Todas ellas hacen referencia, directa o indirecta, a aquellos a los que se presume descendientes de los antiguos canarios. En el más común de los sentidos, «indígena» es un término acuñado por la antropología y la historiografía etnocentrista para denominar a los nativos de un determinado país o territorio que forman parte de una comunidad y que entran en contacto con la «civilización».
Durante el Medievo europeo, los pueblos que desconocían la elaboración y el uso de los metales, así como la práctica del cristianismo eran considerados «degenerados». De manera que los indígenas canarios que entraron en contacto con los primeros viajeros y conquistadores carecían de tales materiales y técnicas de elaboración, así como eran ajenos a las ideas religiosas dominantes en Europa, fueron considerados «degenerados».
De hecho, la literatura de la época los describía como «salvajes por sus modales y costumbres» (Boccacio,1342). De modo que trasladada a la Edad Contemporánea esa idea del indígena, más que para sentirse orgulloso es para ocultar, ya no solo el posible origen nativo, sino cualquier indicio en hábitos y comportamientos que lleven a deducir tal ascendencia. Ocultamiento por lo demás harto difícil si atendemos a los rasgos somáticos de una parte importante de la actual población canaria.
Es cierto que esta vergüenza se ha transformado dignamente en orgullo en tiempos relativamente recientes, como puede advertirse en la proliferación de nombres propios de aborígenes canarios, muchos de estos envueltos entre el mito y la leyenda cercana al romanticismo y que siguen llamando a enteras generaciones de jóvenes isleños. Si a ello añadimos el llevar un apellido «guanche», la cuestión es más evidente. Estar apellidado Guanche, Tacoronte, Oramas o Chinea ha pasado a ser un emblema de prestigio social para sus portadores.
Si bien parece haber desaparecido el embarazo que provocaba el estigma indígena, a niveles más sutiles las cosas no han cambiado tanto. Esto se manifiesta en un cierto rechazo a aceptar el origen que está en los genes del mestizaje y que tiene un componente embrionario con raíces en el vecino continente. Lo que lleva a «negar» u omitir nuestra ubicación geográfica con artificiosos nombres («región ultraperiférica») y la estigmatización de las relaciones con la cultura amazig. Como si esto despertara al indígena que todos llevamos dentro y con el que no acabamos de reconciliarnos y nos precipitáramos en el complejo de inferioridad del «colonizado». Esto es lo que evoca la expresión «parece un indígena», usada para denigrar a alguien, donde la voz «indígena» es sinónimo de «salvaje».
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