La celebración en 2025 del centenario de Robert Altman (Kansas City, Misuri, 1925/West Hollywood, California, 2006) constituye una nueva oportunidad para poder navegar por una de las filmografías más complejas, originales y combativas de la segunda mitad del siglo XX. De ahí que su desaparición, en mayo de 2006, provocara un profundo vacío en las filas del mejor cine independiente estadounidense, especialmente durante el periodo comprendido entre la década de los sesenta y los noventa. Y, pese a ser, con notable diferencia, el miembro más veterano de la generación que se dio en llamar Nuevo Hollywood, compartida con directores de la talla de Hal Ashby, Francis F. Coppola, Arthur Penn, Stanley Kubrick, William Friedkin, Steven Spielberg, Mike Nichols, Martin Scorsese o Bob Rafelson, mantuvo hasta su muerte una renovada actitud de rebeldía e insumisión contra un sistema al que supo mantener a raya con sus siempre explosivos e insidiosos alegatos sociales. Pero la presencia de su cine, cuyos titubeantes inicios datan de 1957, no se hizo notar de manera contundente hasta transcurrida más de una década de su debut profesional.
1970 fue, en efecto, un año excepcional para quienes de una u otra manera, pugnaban por un cambio sustancial en los planteamientos ideológicos y estructurales del viejo Hollywood pues, además de mostrar las inquietudes de una nueva generación de cineastas empeñada en erradicar de la faz del cine norteamericano cualquier signo de complacencia, acogió el estreno internacional de M.A.S.H., una corrosiva sátira política situada en un hospital de campaña durante la guerra de Corea, con el conflicto vietnamita como trasfondo, que cambió por completo la casi anodina vida profesional de su autor y la de decenas de realizadores que, como él, supieron aportar los ingredientes necesarios para transformar el enfoque cortoplacista de la mayoría de los productores de Hollywood e innovar sus más que enmohecidos esquemas narrativos y argumentales.
La película, que recaudó 36,7 millones de dólares, convirtiéndose así en la tercera más taquillera de aquel año, detrás de los megaéxitos taquilleros conseguidos por Love Story (Love Story, 1970) y Aeropuerto (Airport, 1970), obtuvo cinco nominaciones al Oscar y el refrendo general de la crítica internacional, que supo detectar en el fondo de la historia un claro trasunto de la guerra de Vietnam, lo mismo que sucedía con otros títulos coetáneos, como Grupo salvaje (Wild Bunch, 1968), de Sam Peckinpah; Soldado azul (Soldier Blue, 1970), de Ralph Nelson; Bonnie and Clyde, 1967); Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970), ambas de Arthur Penn; Cabaret (Cabaret, 1972), de Bob Fosse, o The French Connection (The French Connection, 1971), de William Friedkin, cuyo máximo interés residía en su sorprendente capacidad para vertebrar, a partir de determinados sucesos históricos, una severa diatriba contra la violencia institucionalizada.
Aquella famosa denuncia antibelicista, protagonizada, entre otros, por Elliot Gould, Donald Sutherland, y Tom Skerrit, y que se hizo, entre otros muchos reconocimientos, con la Palma de Oro de Cannes, llevaba la firma de Altman, un perfecto desconocido por aquel entonces para la industria cinematográfica que arrastraba dos sonados fracasos de crítica y de taquilla: The Delincuents (1957) y The James Dean Story (1957), así con una prolongada y fecunda trayectoria como realizador en teleseries tan populares como Combat, Alfred Hitchcock presenta…, Bonanza o Bus Stop, periodo del que se sirvió para ir asentando lo que algunos años más tarde se convertirían en sus personales señas de identidad como cineasta.
Pues bien, aprovechando el imprevisible éxito que generó esta irreverente y penetrante comedia en todo el mundo, reforzado, años más tarde, por el triunfo de la teleserie homónima que se rodaría a continuación, Altman no quiso perder la oportunidad que le brindaba el azar de explorar su recién revelado talento tras las cámaras , emprende el rodaje de El volar es para los pájaros (Brewster McCloud, 1970), otra comedia ácida sobre la libertad individual en una sociedad tan inmovilista como la estadounidense que volvió a entusiasmar a la crítica, a pesar de que el público, especialmente el norteamericano, no compartiera sus juicios con la misma euforia que lo hiciera la prensa especializada europea. Con actores prácticamente desconocidos y con un presupuesto irrisorio, Altman fue capaz, una vez más, de poner en marcha una producción modesta aunque, eso sí, cargada de agudas observaciones acerca de un sistema político que provoca, de manera sistemática, el rechazo a cualquier intento de emancipación individual en una civilización ahogada por la rutina y por un consumismo exorbitante.
Sea como fuere, la década de los años setenta se convirtió, sin duda, en su verdadera era dorada. Tras el éxito de El volar es para los pájaros, su espíritu iconoclasta se desbocaría como un caballo salvaje al rodar, a contracorriente, nada menos que un western, pero no un western al uso de cuyas coordenadas estilísticas Altman se encontraba, por fortuna, muy alejado, sino un western que explicaba muchas cosas sobre el presente de su país y sobre el tan cacareado valor que adorna la biografía de los pioneros del far west. Con un Warren Beatty y una Julie Christie en perfecto estado de gracia, Los vividores (McCabe and Mrs. Miller, 1971) ofrece una mirada desmitificadora sobre un género cuya sentencia de muerte llevaba varios años anunciándose. Para conseguir sus objetivos, Altman utiliza una historia original inspirada en el nacimiento de la prostitución organizada en el viejo Oeste con la que logra aportar el suficiente mordiente como para captar la atención del espectador durante sus dos largas horas de duración.
En Un largo adiós (The Long Goodbye, 1973), inspirada en la magistral novela homónima de Raymond Chandler, de la que ya se habían adaptado versiones tan memorables como la protagonizada por Humphrey Bogart en 1946, afronta su particular revisión de otro género popular, el noir, a partir de un relato profundamente crítico donde el legendario detective Philip Marlowe es presentado bajo la irónica y desaliñada imagen de Elliot Gould en compañía de Nina Van Pallandt, Sterling Hayden y Mark Rydell. La película no gozó, sin embargo, de una buena carrera comercial pero, tras su estreno en el festival de Cannes, la crítica internacional la encumbró hasta el punto de convertirla en todo un referente en la renovación de un género de gran arraigo nacional.
Dos años más tarde del exitoso estreno de Un largo adios, el patriarca del New Hollywood daría otra vuelta de tuerca a su carrera brindándonos un nuevo enfoque sobre la América de su tiempo a través de un manantial de imágenes y música de inequívoco aroma americano en Nashville (Nashville). En esta ocasión, Altman se esmera más que nunca en la composición de un retrato particularmente incisivo de su país natal filmando, durante cinco días, el bullicioso ambiente de la emblemática ciudad de Nashville durante las campañas electorales y los largos y multitudinarios conciertos de música country que allí se celebran anualmente.
La buena racha profesional con la que el director inició la década no cesaría sino que se incrementaría con otra tanda de películas igualmente desconcertantes como la ingeniosa y delirante Buffallo Bill y los indios (Buffallo Bill and the Indians, 1976), con un Paul Newman memorable; Tres mujeres (Three Women, 1977), una comedia dramática visiblemente inspirada en la envolvente dramaturgia bergmaniana; Un día de boda (A Wedding, 1978), donde escarba en el comportamiento cotidiano de una singular pareja de campesinos el día en que contraen matrimonio; Quinteto (Quintet, 1979), la única incursión de Altman en los dominios de la ciencia-ficción, de cuyo rotundo fracaso comercial tararía mucho tiempo en recuperarse; Come Back to the Five and Dime Jimmy Dean, Jimmy Dean (1981), inédita aún en las pantallas españolas o la espléndida Fool for Love (Fool for Love, 1985). Pero esta racha, a la que todos augurábamos mucha más continuidad de la que realmente tuvo, terminaría para dar paso a una nueva fase en la que predominarán, por encima de todo, triviales ejercicios de estilo destinados al consumo rápido de espectadores no muy exigentes, como la comedia El Dr. T y las mujeres (Dr. T and the Women, 2000), con Richard Gere y Helen Hunt como cabezas de cartel, de cuyo presunto análisis social solo queda un relato tan tedioso como simplista.
Su verdadero renacimiento artístico le llegaría en los albores de la década de los noventa, justo tras el estreno de El juego de Hollywood (The Player, 1992), un corrosivo retrato de las zonas oscuras de la meca del cine con la que Altman vuelve a surcar las aguas turbias de uno de los sectores más influyentes dentro del complejo tejido socioeconómico de los Estados Unidos, y continuando después con Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993), basada en varios cuentos del gran Raymond Carver, con la que ganaría el León de Oro en la Mostra de Venecia; Prêt-a-porter (Prêt-a-porter, 1994), una mirada incisiva sobre el universo de la alta costura, con Marcello Mastroianni, Sophia Loren y Tim Tobbins como protagonistas, recargada de excesivos guiños cinéfilos que terminan por irritar; Kansas City (Kansas City, 1996), Coockie’s Fortune (Coockie’s Fortune, 1998) y A Pariré Home Companion (2005). Películas provistas en su mayoría de una admirable lucidez con las que el viejo cineasta seguía manteniendo izada la bandera de la rebeldía frente a una realidad política fuertemente enraizada en las tradiciones, la desigualdad sexual y el belicismo.