Autora de dos novelas, tres colecciones de relatos, una amplia correspondencia con otros escritores de la época, innumerables ensayos, reseñas y entrevistas, Mary Flannery O’Connor ha sido motivo de amplios estudios relacionados con el gótico estadounidense. La locura, los impulsos guiados por la irracionalidad y un retorno hacia el vasallaje del yo freudiano que, en Un hombre bueno es difícil de encontrar, se manifiestan a través de la desesperanza, son tratados por la escritora de Savannah para mostrar la corrupción de la moral y manejar cualquier autoridad normativa de los Estados del sur de forma grotesca. La presencia de personajes trastornados y erráticos, en ocasiones, despóticos y exagerados, aporta una peligrosidad amenazante a esta y otras historias cuyo fin no es otro más que abrir un proceso mediante el cual la mayor parte de los protagonistas acabará despojándose de sus características humanas.
La literatura de Flannery O’Connor se ha ido ganando el reconocimiento del público y de la crítica con los años. La autora de Sangre sabia se declaró siempre una gran admiradora de Joseph Conrad y del William Faulkner de Mientras agonizo donde la trágica historia de la familia Bundrem requiere de muchas miradas para ser reconstruida. La mayor parte de sus personajes actúa al borde de lo inexplicable aunque, tal y como ocurre a Mary Fortune en Una visita del bosque y a Ruby Turpin en Revelación, lo destacable en O’Connor es su imaginación profética: uno de los rasgos literarios que, no solo para los antiguos profetas de Judá, debía ser imitado por todo buen cristiano, sino que para algunos teólogos de la primera mitad del siglo XX como Claude Tresmontant en Un estudio del pensamiento hebreo, Bruce Vawter en La conciencia de Israel y Gustave Weigel en El Dios moderno que nuestra autora manejó en distintas ocasiones, podía dar lugar al desarrollo de una conciencia alternativa para los tiempos que le tocó vivir.
Para Flannery O’Connor el arte de escribir consistía en saber de aquello sobre lo que se escribía. Solo así podría un auténtico novelista abordar lo que ocurría a su alrededor. En los años de Harry Truman y Dwight Eisenhower en la Casa Blanca, los católicos estadounidenses como es el caso de nuestra escritora habían llegado a un punto de reconocimiento público difícilmente equiparable a otro momento de tolerancia anterior. De Spencer Tracy y Gregory Peck en Forja de hombres y Las llaves del Reino a Bing Crosby en Las campanas de Santa María, Hollywood ensalzaba a los sacerdotes convirtiéndolos en héroes de película por su convicción, madurez y perfección de la naturaleza cristiana. Vida en común, fe, familia y patriotismo marcaban el rumbo de la moralidad pública, sobre todo, por la creciente influencia de la Iglesia católica que, después de la II Guerra Mundial, contradecía, punto por punto, la Testem Benevolentiae, la carta apostólica que el papa León XIII envía al cardenal James Gibbon en enero de 1899, en la que se mostraba profundamente preocupado por la falta de libertad de los católicos estadounidenses para integrarse en una nación mayoritariamente protestante.
A lo largo de este período aparentemente dorado de la cultura católica en los Estados Unidos, algunos sacerdotes cristianos como Joseph Clifford Fenton, director del American Ecclesiastical Review, y Francis Jeremiah Connell, autor de La moral en la política…, atacaron enérgicamente algunas de las reformas liberales que comenzaban a producirse dentro de la Iglesia al asegurar que no existía la salvación más allá de la oración y el sacerdocio. Esta especie de lucha entre la fe y el mundo moderno marca la vida y la obra de Flannery O’Connor, la extraordinaria narradora del sur estadounidense cuya inspiración narrativa hemos de encontrar en los sermones, las profecías y la práctica cristiana que, por sí sola, revela el calado de sus convicciones religiosas.
«¡Jesús!», gritó la anciana junto a aquel delincuente que se hacía llamar The Missfit, el desequilibrado protagonista de la segunda mitad de Un hombre bueno es difícil de encontrar que, según todas las noticias, había escapado recientemente de la Penitenciaría Federal de Atlanta. «¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes de una familia buena! ¡Reza! ¡Por Dios! ¡No deberías disparar a una dama!».
En la primera parte del citado relato, la fe débil que puede llegar a ser fuerte con la ayuda de Dios (Mc 9:24), es la llave que abre el tesoro cristiano que mejor define la forma de ser y de actuar de la madre de Bailey, la octogenaria protagonista que, durante la excursión familiar que da sentido a la historia, entretiene y fascina a John Wesley y June Star, los nietos de edad intermedia para los que todas las cosas que ocurren son importantes. Hablando a sus nietos, en sentido figurado, de la fe como una luz que ilumina el camino de la vida, sus palabras suponen algo más que un desafío al querer construir un puente entre lo visible y lo invisible.
A lo largo del trayecto, los niños escuchan los consejos de la abuela, intercambian tebeos y toman sus bocadillos. Como el trayecto promete ser largo, la abuela pasa de los consejos a las anécdotas aconsejando a su hijo estacionar en The Tower, una estación de servicio mitad restaurante, mitad sala de baile ubicada en las afueras de Timothy donde, en un rótulo claramente visible desde la ruta A1A de Florida, se lee: ¡SONRISA FELIZ! ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS! «La semana pasada vinieron por aquí dos tipos», explica el propio Sammy a los excursionistas tras haber dejado por un momento la reparación que hacía en los bajos de la camioneta, quitarse los guantes y comprobar que los ocupantes del coche se dirigían hacia el interior del establecimiento. «Conducían un Chrysler», aseguró. «¿Sabían ustedes que, siendo la primera vez que les veía, les fié la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?», se preguntó como si en aquel preciso instante y sin instrucción alguna pudiera explicar cómo se manifiesta el Espíritu Santo. «¡Porque usted es un hombre bueno!», contestó de inmediato la abuela al comprobar la forma en la que aquel desconocido había transformado su corazón por el conocimiento de Dios. «Bueno, supongo que es así», respondió Red Sammy como si las palabras de la anciana fueran el regalo, o quizás el premio, que Dios nos prepara de antemano por las buenas obras.
La segunda parte de la narración comienza cuando Bailey y su familia deciden echarse de nuevo a la carretera. En lugar de continuar rumbo hacia el sureste de los Estados Unidos, deciden, contra todo pronóstico, desviarse hacia Toombsboro donde, según recuerda nuestra octogenaria protagonista, había una plantación de melones custodiada por una antigua mansión con seis columnas blancas en el frente y un camino de robles que conducía hacia ella después de atravesar dos pequeñas glorietas. «Había un panel secreto en la casa», prometió la abuela deseando ante sus nietos que así fuera, «y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí», concluyó como queriendo convencer a todos de que visitar este tipo de lugares con mansiones antebellum podría ser una oportunidad para explicar a sus nietos que los avances de la sociedad pueden ser frágiles y reversibles ante ciertas desigualdades sociales que, en muchas ocasiones, pretenden arraigarse.
«No falta mucho», comentó la abuela y, al acabar la frase, el coche se adentró en un remolino de polvo colorado, metió las ruedas en una zanja y rebotó hacia el vacío rodando accidentalmente colina abajo. La carretera quedaba ahora unos tres metros más arriba. En un vehículo grande y baqueteado parecido a un coche fúnebre aparecieron tres hombres. El conductor salió del coche. Tenía el rostro largo y arrugado. No llevaba camisa ni camiseta. En la mano una pistola. La abuela tuvo la extraña sensación de que les conocía. «Hemos dado dos vueltas de campana», dijo. Fue entonces cuando le reconoció. «¡Usted es quien ha huido de la Penitenciaría!», aseguró. «¿Por qué lleva esa pistola? ¿Qué va a hacer con ella?». Solo entonces, detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca. «¿Has rezado alguna vez?», le preguntó como si hubiera visto en él un modo de morir y, al mismo tiempo, una forma de sentirse acompañada a vivir el último tramo de su vida. «Si rezaras, Cristo te ayudaría», continuó entre las risas del otro pistolero, los gritos desgarradores que procedían del bosque y las detonaciones que los acallaban. «¡Jesús!», gritó la anciana. «Jesús es el único que ha resucitado entre los muertos», sentenció Missfit. El gesto de la abuela se aclaró por un instante. Entonces vio la cara del mal contraída cerca de la suya. Y los tres disparos que la dejaron tendida, como a todos los miembros de su familia, sobre un charco de sangre: con las piernas cruzadas, sonriendo hacia un cielo sin nubes, exenta de pecado…, siendo para siempre partícipe de la spes nostra, el faro que, después de un largo peregrinaje, nos ilumina y muestra la verdad reconocida en la fe y en las promesas de Dios.