Manuel González Ortega (Las Palmas de Gran Canaria, 1962) debuta en la escritura pública (la privada siempre ha estado en su mesa) con ‘De una memoria entre canciones’ , donde desguaza sus letras para llegar a la intrahistoria más íntima. El director de Mestisay, con mucha carretera y creación a sus espaldas, utiliza también este estreno literario para descubrir su pensamiento sobre Canarias, el mestizaje cultural, el valor del sentimiento frente al arrollador algoritmo o el papel de las instituciones en la promoción cultural. El libro incluye las sugestivas ilustraciones de Carmen Cólogan.
¿Necesitaba explicar de dónde venía su música?
En realidad, no. Si mis canciones no se explican solas, si no se defienden por sí mismas, no necesitan ser tenidas en cuenta. Este libro nace con otra intención más íntima: era hora de explicar a mis seres queridos, especialmente a mi padre, cuáles fueron las razones, los sentimientos y las fuentes que me hicieron escribirlas. Sin su apoyo y el de mi madre, que desgraciadamente no podrá leer esas páginas, todo hubiese sido más difícil en cuanto a poder dedicarme a lo que me dedico.
A veces la industria musical, la travesía por los escenarios, impide ver la raíz. ¿Cuál es la suya?
Muchas, pero me gustaría que fuera del tenor de lo que le escribió Nicanor Parra a su hermana Violeta: ‘Has recorrido toda la comarca / desenterrando cántaros de greda / y liberando pájaros cautivos/ entre las ramas’, Hermoso elogio para alguien que indagó en su raíz para hacerla entendible al mundo. Si además te empapas, cuando niño, de leer los Episodios nacionales de Galdós y los Cuentos de Pepe Monagas de Pancho Guerra, queda un eco que te acompañará siempre.
En un momento recuerda en su libro una cita de Valente, que aconsejaba no tener personaje, y en segundo lugar, no depender jamás en nada de él. ¿Se puede conseguir?
No a los ojos de los demás. Sobre todo cuando tienes una actividad pública y, por consiguiente, estás expuesto al escrutinio de otros con más medida que si tuvieses una vida anónima. Pero es un buen propósito ese del poeta Valente. Hay quien se trabaja eso de otra manera; construye el personaje y lo amolda a sus intereses. En las profesiones artísticas abunda mucho. Hay que tener dotes actorales para eso.
En la obra palpita la intensidad de la búsqueda. los vericuetos para llegar a una letra, más bien al personaje en la que está inspirada. En ese sentido, el libro podría ser hasta un cuaderno de bitácora selectivo de su creatividad. ¿No?
De alguna manera me he sentido siempre intruso en las cosas que he emprendido. He escrito libros de etnografía musical pero no soy especialista; he escrito canciones pero no me considero músico; he escrito guiones de documentales o de teatro musical y he hecho diseños sin pertenecer al mundo del teatro; he hecho crónica periodística pero no soy de su gremio… Así que a mi creatividad la miro siempre con extrañeza. Pero mi mayor temor no ha sido ese, sino pecar en ser mediocre.
También es un lamento por la pérdida del mundo de ayer, el final de la ruralidad de los canarios, un estado de ánimo que impregna el origen de las letras.
Me crie en la ciudad, pero mi familia, como la de muchos de mi generación en Canarias, era de país adentro. Aún recuerdo el olor de la tierra de mi abuelo en el Palmar y el agua saltando en la acequia… Sin embargo, ese recuerdo no sirve para nada en lo creativo, más allá de lo íntimo, si no consigues explicarlo en clave universal y que se entienda más allá de tus fronteras.
Hagamos algo de confesión con respecto a las canciones: ¿Cuál es su preferida? También: ¿En cuál tenía grandes expectativas que no se cumplieron? Y todo lo contrario: salió a desgana y rompió moldes.
Mis preferidas son las más huérfanas, aquellas que no han conseguido más oyentes a pesar de creer yo que estaban decentemente construidas. A esas vuelvo cuando cojo la guitarra para componer y son esas sobre las que uno, ingenuamente, tenía más esperanzas. Pero el público manda. Bueno, ahora también mandan los algoritmos que dominan las plataformas y nuestros gustos musicales.
Pese a esa inclinación suya por ese pasado que se extingue, hay un deseo de conectar con otros territorios o culturas a travesadas por la migración canaria. Quiero decir que el libro puede ser etnográfico pero también atlántico, culturalmente abarcador.
He tenido la suerte de viajar, por los conciertos con Olga y Mestisay, a países de tres continentes. Y he podido disfrutar de ambientes y culturas muy diversas a través de amigos músicos que me han abierto sus casas y compartido sus talentos. Eso va permeando en uno y, en ese camino, te llevas trocitos de sus mentes. Y ahí reconoces esa parte de tu adn que se preguntará siempre que hay detrás de la línea de mar que te rodea.
Recuerdo todavía cuando era un funcionario del Cabildo con sueños, que al final rompe con esa rutina y empieza la carrera para profesionalizarse hasta llegar a Mestisay. ¿Parece qué valió la pena asumir el riesgo?
Hace ya casi treinta años de aquello. Como decía Semprún cuando abandonó el partido comunista, ‘perdí la certidumbre y encontré la ilusión’. Claro que mereció la pena. De hecho, comencé a componer en serio a partir de entonces. Pero tengo un buen recuerdo de la ingenuidad y compromiso de esos primeros años, donde estaba todo por hacer en la gestión cultural de las Islas.
Usted hace un análisis muy crítico sobre cómo se ha desenvuelto la música popular canaria, es decir, las adulteraciones. Llega al punto de subrayar la existencia (y el éxito) de ‘un canon estilístico muy fácil de aceptar por las clases populares’. ¿Qué ha ocurrido?
En ese caso me refiero al fenómeno Sabandeño, digno de estudiar desde una tesis doctoral, por su proyección e importancia social. Fue lógica su aparición y su aceptación en su época. Quizás la multiplicación de esa fórmula en numerosos colectivos, que entonces era novedosa, con el paso del tiempo agotó otras posibilidades de lectura sobre la tradición musical que deberían ser más innovadoras. Pero eso no es achacable a los de Sabanda. Bien es verdad que entre muchos músicos canarios a veces se peca de ser un poco loritos.
Le dedica un apartado extenso a su admiración por Pedro Lezcano, al que salva del desencanto político que le afecta con el resto. ¿Qué culpa ha tenido el nacionalismo en esta aculturización?
El nacionalismo con responsabilidad institucional la ha tenido en mayor medida porque ha gobernado muchos más años. Pero ha sido un problema general compartido por todo el arco parlamentario esto de organizar eficazmente la gestión pública de la cultura. Al ser tan dependiente la industria cultural autóctona de lo institucional, los problemas se agudizan.
Y, según usted, ¿cómo se lograrían esos objetivos?
Por la potenciación de una cultura de kilómetro cero, como en los productos agroalimentarios. Y eso pasa por blindar un mercado cultural propio. Lo de dentro tiene que estar protegido al máximo; lo que venga de fuera, tiene que ser comprado, y no subvencionado por las instituciones públicas, como un producto de importación. Eso acompañado de crear conciencia en la población para que se consuma cultura canaria. Se construye entonces una identidad social y un mercado que sostendría, aunque sea en parte pero con menos dependencia de los presupuestos públicos, nuestros productos culturales.
Habla del impacto de la inteligencia y el algoritmo en la música, pero a la vez su libro demuestra que frente a ello está la memoria, los sentimientos, la biografía… La autoría, en definitiva. ¿Se entenderá su propuesta o lo tratarán de trasnochado?
Soy un trasnochado porque mis análisis y mis recuerdos beben del pasado. No me preocupa en absoluto. No tuve maestros; lo poco o mucho que aprendí lo obtuve de forma autodidacta. Si a alguien de la actual generación le ayuda algo de lo que cuento en este libro, hará que mi objetivo al escribirlo se haga menos doméstico y menos trasnochado.