La razón que explica la redacción del presente reportaje no es solo la conmemoración de un importante estreno cinematográfico rodeado de logros memorables, ni de celebrar el talento insobornable de un cineasta profundamente comprometido, que revolucionó, como pocos, el documental y que nos enseñó, sobre todo, a observar los grandes sucesos históricos con otros ojos, muy lejos de los cánones convencionales que han presidido los planteamientos habituales del género durante décadas.
Hablamos, pues, de un creador sin paliativos, extremadamente innovador, cuya breve pero intensísima filmografía marcó tendencia desde que debutara en 1973 con ¿Por qué Israel? (Pourquoi Israël), un documento de 185 minutos, inédito aún en los cines españoles, que gira alrededor de la vida cotidiana en el Estado de Israel veinticinco años después de su fundación y dotado, según todas las fuentes consultadas, de una capacidad extraordinaria para observar las contradicciones que arrastró, desde su nacimiento, aquel joven país en cuanto a la relación con el escenario geopolítico del momento.
Las estremecedoras imágenes que recorren los 566 minutos de Shoah (1985), sin duda uno de los testimonios más documentados, objetivos e inapelables de la historia del cine sobre la verdad del Holocausto, de cuyo estreno se cumple este año su cuadragésimo aniversario, constituyen, sin duda, uno de los grandes retos morales que su autor, el judío francés Claude Lanzmann, asumió abiertamente ante un acontecimiento histórico tantas veces banalizado por escritores, productores y cineastas mediante las ópticas ideológicas más reduccionistas, a lo largo de los más de ochenta años transcurridos desde que el mundo asistiera horrorizado a los crímenes masivos de judíos y de otras minorías étnicas perpetrados por los nazis en la Europa del siglo XX.
E incluso en no pocos casos, desde posiciones que solo buscaban acomodar la complejidad de un acontecimiento histórico de las dimensiones del Holocausto a las «exigencias narrativas» de un cine de vocación claramente escapista, impulsado en gran medida por las grandes compañías hollywoodenses y por sus intentos reiterados de resaltar el lado más anecdótico, cuando no el más propagandista, de un conflicto bélico del que Estados Unidos se convertiría en uno de sus principales contendientes, circunstancia que queda ampliamente acreditada en los centenares de filmes del género que, desde los primeros años de la posguerra, han recorrido las pantallas de medio mundo mostrándonos una visión de los hechos sometida a las necesidades de un mercado refractario a cualquier enfoque que cuestione sus inmutables reglas.
El sociólogo Gilles Lipovetsky y el crítico y ensayista Jean Serroy lo dejan meridianamente claro en su excelente ensayo La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna (Anagrama, 2009): «Shoah no sólo da fe de la realidad de la barbarie genocida, sino que elabora una especie de código ético y formal para proceder a su representación: no se trata ya de contar al primer nivel, sino de preguntarse por la legitimidad y los medios del relato histórico en la pantalla, recordando que toda la puesta en escena del pasado es una apuesta en el presente para el futuro. La película que habla de ayer, habla hoy: cuestiona el pasado y lo juzga. La forma en que el cine aborda desde entonces la representación histórica refleja la gran mutación experimentada por la sociedad hipermoderna en relación con el pasado: la historia, la del pasado que se cuenta en pretérito, se vuelve recuerdo o, dicho de otro modo, se vuelve pasado problematizado en presente. Se ilustra así de otro modo la célebre fórmula de Benedetto Croce: toda historia es historia contemporánea».
Las imágenes de Shoah, innegablemente, escuecen y nos proporcionan, insisto, una nueva perspectiva sobre el horror infinito que ocasionó el holocausto en toda la humanidad, muy lejos del estrecho panorama que nos ofrecen tantas y tantas películas de ficción, cortadas por un mismo patrón, que nos invitan a participar de la espectacularización a ultranza de los hechos históricos para que estos lleguen a los ojos del espectador con las dosis necesarias de maniqueísmo y simplicidad que le permita una visión del horror mucho más digestiva y complaciente para un público de matriz fundamentalmente consumista.
Controversia
Coproducida por las compañías galas Les Films Aleph e Historia Films, con la participación del Ministerio de Cultura francés, la película fue objeto, desde su estreno en París en 1985, de sonoras controversias acerca de la crudeza que, tanto en el plano sonoro como en el estrictamente visual, se muestra a través de los centenares de testimonios que recoge Lanzmann de algunos de los supervivientes y, sobre todo, y ahí prendió precisamente la llama de gran parte de las controversias mediáticas e ideológicas generadas por personalidades que, envueltas en las redes de la complicidad, sin responsabilidad directa en el exterminio aunque sí como colaboradores necesarios, en su condición de testigos, de los infiernos desatados en los campos de Dachau, Revensbrück, Manthausen, Auschwitz, Majdanek, Belzec, Sobibór, Varsovia o Treblinca como escenarios propicios para la ejecución de la «solución final».
Pues bien, de esa rara simbiosis entre memoria de la barbarie y cinematógrafo, que surgiría tras el estreno mundial de Shoah nacerían dos grandes archivos audiovisuales: el Fortunoff, estrechamente vinculado a la Universidad de Yale, que recopiló unos 4.000 testimonios, cifra considerable pero muy alejada de las más de 50.000 entrevistas acumuladas a finales del pasado siglo en el archivo auspiciado por Steven Spielberg, el Survivor of the Shoah Visual History Foundation, tras su monumental aportación al tema a través de la copiosa investigación que el autor de Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1996) realizó tras la conclusión de su filme La lista de Schindler (Schindler List, 1993).
Shoah, cuyo estreno fue posterior a la puesta en marcha del archivo de Yale pero anterior al filme de Spielberg, no puede desligarse de esas iniciativas. Sin embargo, aun formando parte de la constelación del testimonio audiovisual en los últimos decenios, la figura del testigo ostenta, en Shoah, una marcada diferenciación que la hace especialmente reveladora para cualquier estudioso del asunto, proporcionando una línea de investigación absolutamente complementaria sobre las infinitas posibilidades de estudio que nos proporciona Lanzmann con su obra maestra.
Pero, pese al enorme éxito de crítica cosechado en todo el mundo, la cinta pretende erigirse en un compendio visual de la destrucción de los judíos en Europa, como insinúa su ambicioso título, manifiesta, a lo largo de sus nueve largas horas de metraje, ciertas contradicciones de bulto como el hecho de que en la película no intervenga ningún judío francés o que, entre los numerosos trenes del recuerdo, ninguno salga de Drancy hacia los campos de exterminio.
Las decenas de millares de judíos de la Europa del Este y de Francia que subieron a los convoyes en París camino de los campos de concentración no aparecen en este fresco de Lanzmann, financiado en parte por el Ministerio francés de Cultura y, según se dijo, por el propio Gobierno israelí de la época. Un misterioso vacío que, no obstante, no desacredita en modo alguno el monumental ejercicio de memoria histórica que despliega este maestro del documental en su propósito de impulsar la toma de conciencia acerca de un suceso que generó más de seis millones de muertos.
Desde que el cine renunciase, por mor de sus irrenunciables estrategias industriales, a la famosa dicotomía generada en los albores de su historia por los pioneros Louis y August Lumiére y Georges Méliès, tres de sus más insignes precursores, a propósito de la noción que debería prevalecer a la hora de reproducir la realidad a través del objetivo de las cámaras. O se mostraba al desnudo, como lo hace Lanzmann, sin instrumentalización alguna, tal y como es percibida por el ojo humano, es decir, empleando un procedimiento radicalmente testimonial, irrefutable, como indicaba la mirada naturalista que imponían los hermanos Lumière o, en el extremo opuesto, la desbordante imaginación creadora de George Méliès, espoleada por una voluntad firme de reconstruir la realidad desde la invención personal propuesta por una mirada intencionadamente transgresora.
Era el contexto de la fase protohistórica de un arte nuevo, que discurría lentamente, desde una oscura y primitiva barraca de feria intentando desvelar los misterios que rodean siempre el fenómeno de la representación en el ámbito del realismo cinematográfico. Resumiendo: una mirada documental, por una parte, frente a un deseo irrefrenable de utilizar también los grandes sucesos históricos como factores decisivos para el posterior desarrollo creativo del Séptimo Arte. Y Lanzmann, hemos de admitirlo, tuvo, con Shoah, la feliz ocurrencia de no emplear ninguna de estas dos fórmulas canónicas en favor de mostrar la verdad irrefutable sobre uno de los acontecimientos colectivos más devastadores del siglo XX.
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