Imagínese que, ahora, de repente, levantaran una valla alrededor de su ciudad. Que pudiera salir, pero no regresar jamás. Que nadie le visitara. Que toda su vida quedara reducida a una casa. Que su trabajo fuera también su ocio. Y que su familia no conociera otra realidad. Ponga, además, que fuese catalogada como nuclear. Y que la seguridad fuese su gran pilar. Tendría ventajas, claro, como la limpieza y la autosuficiencia. Pocos recursos le faltarían, a excepción de la libertad. Suena a ciencia ficción, ¿quién querría vivir aquí? La fotógrafa Esther Garrison se adentró en una de las urbes cerradas que salpican Rusia. Un viaje que, siete años después, ha inmortalizado en el libro Trans-Siberian To The Closed City.
“El proyecto nació en 2018, cuando mi anterior empleador, una empresa de energía sueca, me envió a Siberia con una pregunta: ¿es socialmente responsable comprar uranio que procede de una ciudad cerrada, donde los habitantes no tienen libertad de movimiento y están bajo estricto control? Por aquel entonces, estaba en el departamento de Sostenibilidad y me aseguraba de que los proveedores cumpliesen con las normas internacionales. Aproveché la ocasión para fotografiar lo que me dejaron”, cuenta Garrison, afincada entre Estocolmo y Madrid. La propuesta le fascinó y, en cuestión de meses, por la exigente burocracia, empezó la aventura hacia lo desconocido. Nunca había escuchado algo así.
Estas metrópolis se levantaron en 1956 en tierra de nadie, rodeadas de bosques para que los espías no las localizasen. No aparecían en los mapas y se dedicaban a la producción de armas nucleares. Quienes las habitaban se sentían privilegiados, ya que habían sido seleccionados por el Estado para ello y, asimismo, eran espacios libres de crimen: “En plena Guerra Fría, ni siquiera la población conocía su existencia. Eran una utopía soviética y, como tal, aquí no vivía cualquiera. Los elegidos no podían rechazar la oferta: a los mejores de cada universidad les ofrecían grandes condiciones para mudarse. De hecho, había padres que no sabían dónde estaban sus hijos”. Una vez dentro, firmaban un acuerdo de confidencialidad y aceptaban someterse al polígrafo con frecuencia.
Garrison entró en Krasnoyarsk-45. Para hacerlo, antes, las autoridades la evaluaron. Ahora bien, ir bajo el paraguas de una multinacional facilitó el trámite. “No sabía lo que me iba a encontrar. Se me venía a la cabeza una especie de Chernóbil. Cuando llegué, me topé con un centro limpio y bonito. El sol resplandecía, había flores. Y la planta de uranio se encontraba en las afueras. Los prejuicios que tenía no se cumplieron. Entrevisté a distintas personas que el Gobierno, obviamente, había seleccionado con cautela. Aunque saqué poco, ya había quién deseaba que sus fronteras se abriesen. Es cierto que allí no están prisioneros, pero sí vigilados. Al principio, no les dejaban ni siquiera viajar salvo causa justificada”, prosigue.
Puestos fronterizos
Estos destinos eran conocidos por un nombre más un número, como si se tratase de un código postal. Todo con tal de no desvelar su identidad. Los residentes, por ejemplo, para cumplir esta premisa, no podían incluir su lugar de residencia en los documentos oficiales, debían mentir e indicar la urbe abierta más cercana a su posición: “Había quien tardó años en descubrir que estaba aislado del resto del mundo. Una de las chicas con las que hablé me comentaba que sus abuelos se habían conocido allí y que, desde entonces, la vida de su familia se había limitado a este espacio. No fue hasta su adolescencia cuando averiguó que no todas las ciudades tenían puestos de control como la suya”.
Aquellos que las abandonaban sabían que jamás volverían a ver a sus seres queridos, de ahí que muchos rechazaran dicha opción. No obstante, conscientes de la situación, las autoridades organizaban actividades culturales y recreativas para estimular a la población, lo que reforzaba su sentimiento de comunidad. “No me permitieron dormir dentro, tuve que alojarme en un sanatorio en las afueras. Aunque no me prohibieron hacer fotos, me sentía observada. Tanto es así que no me dejaban pasear sola por la calle. Siempre iba acompañada por algún representante”, sostiene Garrison. En la actualidad, hay 44 ciudades cerradas en el país. La más reciente fue declarada por Vladímir Putin en 2001. En total, 1,5 millones de personas viven en una.
No están coaccionados
69 años después de su fundación siguen existiendo. Si bien ya no son secretas, continúan cerradas. Sólo familiares y trabajadores, permiso mediante, pueden acceder a ellas. “Tal y como he podido confirmar recientemente, las personas no están coaccionadas. De hecho, tienen grandes recuerdos de su infancia. Hace poco, a través de una app de mensajería segura, pregunté a una joven de 30 si le gustaría que su ciudad se abriese y me dijo que no. Según me decía, no quiere que peregrinos de todo el mundo vayan a visitar al santo que custodian. Me llamó la atención porque, cuando era una cría, pasó tres veranos en Valencia y probó la pizza por primera vez. Pueden salir, pero prefieren que nadie entre en la suya”.
Se desconoce por qué siguen cerradas hoy. La falta de consenso entre sus vecinos podría ser el detonante. “En Estados Unidos también las hubo, aunque desaparecieron. En cambio, en Rusia no. En Krasnoyarsk-45 votaron en contra de abrirla. ¿Hasta qué punto les están lavando el cerebro? ¿Las elecciones tendrían algo que ver? En un buen paralelismo de la situación en la que se encuentra el país, cerrado al mundo”, concluye Garrison. Al regresar a Suecia, su empresa siguió comprando uranio ruso: “Frustrada de cómo se juega con el término sostenibilidad a nivel internacional tanto a nivel político como corporativo, decidí abandonarla en 2022”.
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