jueves, enero 9, 2025
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«Fantaseamos con cortarle la cabeza a una persona, meterla en el frigorífico y sacarla cuando sea necesario».



Son las 11:30 de una mañana de diciembre, en la Sala de Madera de la Nave 10 de Matadero. Suena una de esas músicas repetitivas y machaconas que destruyen neuronas a su paso y el director de escena Jose Martret dice: «¡Vamos a llevar la desesperación al límite! ¡Quiero ver a esos animales encerrados en esta jaula, esperando que llegue la otra persona! ¡Más al límite esa espera! ¡Más al límite esa desesperación!». Los tres actores se mueven, ansiosos, de un lado a otro de esa jaula que es, en realidad, un apartamento de suelo azul y paredes de cemento gris con cocina, salón y dormitorio. Un espacio minimalista y de líneas rectas, a excepción de un teléfono del siglo XX de color naranja. El director para el entrenamiento y anuncia que va a empezar el ensayo. En pantalla se proyecta una frase extraída de la novela El celo, de Sabina Urraca —“Nunca había oído de ninguna mujer que escenificara posesiones de espíritu como resultado de una contención diurna de la furia” —, suena música electrónica y Ana Rujas se dirige a alguien que no está y pregunta: «¿Cómo puedo sentir tanto amor y a la vez tanto vacío, Padre? ¿Está el alma humana concebida para albergar amor? ¿Y qué pasa cuando el alma deja de amar? Entonces prende fuego y echa a arder, ¿verdad, Padre?».



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