Aquella madrugada, en Tenerife, Pepe Alemán no tenía ganas de que se hiciera de día y estuvo deambulando por lo más abierto de la soledad, los bares, sobre todo, en busca de que la ausencia, o la noche, no le rompieran la alegría de contar. De hablar y de contar. Y de preguntar. «Mira, ven acá».
Su español de Las Palmas se parecía a veces al modo de hablar, y de contar, de los cubanos, sobre todo de Guillermo Cabrera Infante, que, como él, jamás emitía señales de sueño sino al contrario: siempre parecía despierto, dispuesto a una conversación que jamás era lánguida sino generosa.
En el caso de Pepe, él no tenía prisa; en aquel momento, a principios de los años setenta del siglo pasado, había venido a hablar con amigos suyos de la isla que le pudieran contar historias que le sirvieran para sus reportajes o para sus artículos, que entonces transitaban por la formidable redacción que EL DÍA tuvo en Gran Canaria.
Entonces Pepe era ya el más lúcido de los que escribían de España y de Canarias como lugares que él entendía igual que los entendieron en su tiempo los más progresistas de los derrotados del siglo XX. Y él era un ser de esa parte del siglo que estaba tratando de entender el pasado para que el futuro no fuera igual.
Su conversación, con aquellos colegas o supervivientes del periodismo o de la política, parecía a veces soñolienta, pues Pepe tendía a mirar más al cigarro que fumara que a lo que dijeran los otros. Pero luego, en lo que escribía, a su modo de ver (que terminó siendo un título y un eslogan, A modo de ver y manera), Pepe Alemán describía y ahondaba con una prosa que era, también, la de un escritor, la de un narrador, la de un novelista.
Aquellas noches que pasamos juntos, y la noche más larga, en la que me tuvo a su lado hasta que él partiera hacia Gando en el avión del amanecer, eran terreno para su prosa y para su recreo. Pero también lo era para dejar claro su modo de expresar su esperanza en un porvenir democrático que en España pasaba, también, por cambiar de sesgo el periodismo que el franquismo hizo obligatorio.
Sansofé fue un elemento importante de esa nueva etapa de la vida en Canarias, junto con los periódicos locales, como La Provincia o EL DÍA, que en un tiempo muy fructífero se hicieron rabiosamente regionales, en el sentido de que se abrieron a los buenos periodistas de las islas respectivas. Pepe estuvo entre esos grandes periodistas que entonces, como habían hecho los intelectuales de la preguerra, cruzaron el charco para intercambiar, en la universidad y en los medios, un nuevo modo de aliviar la región de sus dependencias tristes del pasado.
Fue una época extraordinaria entre cuyos nombres estaban, por ejemplo, Alfonso O´Oshanahan, que también nos dejó, y Pepe Alemán, que nos acaba de dejar. A ambos los traté entonces, con mucha asiduidad y con mucha gratitud, pues ellos fueron, para los que éramos más jóvenes, luces que continuaban las de otros maestros que ya se estaban yendo.
Algún tiempo después de aquel encuentro en la vida tinerfeña, y después de otros muchos encuentros en Gran Canaria, a veces atraídos por el inolvidable Manuel Padorno, entre otros, hice escala en Las Palmas, viniendo en barco desde Barcelona, mi primer viaje a la querida ciudad.
De todos los amigos que fui haciendo en Gran Canaria sólo se me ocurrió que Pepe me ayudara a seguir el viaje a la isla de enfrente, pues en ese momento no tenía ni un real para completar el trayecto. Él me dejó seiscientas pesetas, que a lo largo de los años fue el argumento de nuestras bromas, y de nuestra bebida, que nos llevó a la noche grancanaria, acaso la más estimulante noche de mi vida.
A lo largo del tiempo él se convirtió en un escritor de enorme solidez intelectual y periodística, siempre hablando y escribiendo como le daba la gana, como si nadara, y se salvara, en las aguas turbulentas de las distintas épocas, ya democráticas, de la vida local, regional y nacional.
Fue, en esos tiempos, adonde fuera, un insobornable cronista, un poco a lo Eduardo Haro Tecglen, que escribía desde su casa para el mundo. Pepe escribía para el mundo, y su mundo era el espacio propio, patriótico, personal, abierto a su modo de ver y manera.
Cuando supe que había ganado el premio Canarias y lo llamé para felicitarlo, sentí que otra vez estaba sentado con él en el aeropuerto de Los Rodeos o en bar de El Corte Inglés donde me pagó el viaje Gran Canaria-Tenerife que me traía de otro lugar que forma parte, como el propio Pepe, como mis amigos de Gran Canaria y de cualquier sitio, de las mejores memorias de mi vida.
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Pepe Alemán. Domingo Pérez Minik, que era de aquella estirpe de canarios que Pepe admiró, hubiera dicho de él en aquel tiempo y ahora mismo: «¡Pepe Alemán, qué personaje!»