“Creo en la futura armonización de estos dos estados aparentemente contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad, si se la puede llamar así”, escribió André Breton en el primer Manifiesto del Surrealismo, en octubre de 1924, cuando París era una fiesta por la celebración de los Juegos Olímpicos, y él mismo acababa de retractarse, en Los pasos perdidos, de su inicial filiación dadaísta.
Aquel brindis -junto a la instrucción técnica de que se trataba de un “automatismo psíquico en estado puro, por medio del cual se propone expresar, verbalmente, por escrito o por cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación moral o estética”- es de lo poco que permanecería incólume al siguiente Manifiesto, de 1929.
Pues, a la apertura convidante del listón, ceñida a la propuesta puramente psíquica y artística de 1924, se le uniría luego la intransigencia política, tras su incorporación al Partido Comunista, y la nada aleatoria criba de quién sí y quién no estaba dando la talla -a juicio exclusivo del Príncipe de los surrealistas- moral o estética, precisamente.
Arbitrariedad
Contra esa arbitrariedad se rebelará, por su parte, Juan Larrea, con una mirada “reencantada”, y, en cierto modo, regeneracionista. En El surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, publicado durante su exilio en México, en 1944 -hace ahora 80 años-, el escritor vasco advertirá que los postulados bretonianos son, sobre el papel, un perfecto ideario espiritual para la naciente conciencia identitaria de Latinoamérica.
A renglón seguido de La decadencia de Occidente, de O. Spengler, Larrea observa que el aparente remedio parisino empieza a ser también un tren en vía muerta, y puja por trascender el surrealismo de Breton hacia una suerte de laica “sacralización”, para su mítico Nuevo Mundo, incluyendo en su genealogía a poetas románticos y simbolistas y al mismísimo fundador del modernismo, Rubén Darío. Pues, para Larrea, las mejores obras de vanguardia son aquellas que mantienen una soterrada continuidad con el legado anterior, sin rupturas abruptas ni pretenciosos adanismos ególatras.
Quiere desmontar, en definitiva, los mecanismos de poder con que, a su juicio, se ha enquistado el surrealismo y el histrionismo de muchos de sus representantes europeos. Y, además, el siempre marginado autor de la Generación del 27 (por su vanguardismo sin concesiones, en estado puro, y su cierto hermetismo) esboza ahí una suerte de Biblia de los exilados republicanos españoles.
Larrea quiere desmontar los mecanismos de poder con que, a su juicio, se ha enquistado el surrealismo y el histrionismo de muchos de sus representantes europeos
Larrea sí coincide con Breton en tildar de precursor al Novalis que quiso hacer de la noche el centro del día, y regar, a cualquier hora y con una sola mano, “la flor azul de los contrarios”. Aunque sea ya, más bien, una herramienta de taller que una cosmovisión o un modelo de vida, lo que continúa vigente de aquel Manifiesto originario es su apuesta por el derribo de las categorías binarias, a partir de la cenital identidad del sueño y la vigilia.
De isla en isla
Resulta significativo que, en el ecuador entre ambos textos, en 1935, André Breton iniciara su interminable periplo insular atlántico rumbo al Nuevo Mundo. En compañía de su esposa, Jacqueline Lamba, y de su más leal amigo y correligionario, Benjamín Péret, celebra en Tenerife la II Exposición Internacional del Surrealismo, promovida por los redactores de Gaceta de arte, a instancias del pintor canario Óscar Domínguez, residente en París.
Fruto de esa estancia es la escritura de El castillo estrellado, que incorporaría, al año siguiente, a su célebre L’amour fou. “Lamento haber descubierto tan tarde estas zonas ultrasensibles de la Tierra”, expresará ahí, para completar, años después, su itinerario por toda la franja atlántica.
Tomando al Teide como santuario y punto de partida, ningún espacio se le reveló a Breton tan propicio a sus planteamientos como la fragmentación de las islas atlánticas
Tomando al Teide como santuario y punto de partida, ningún espacio se le reveló tan propicio a sus planteamientos como la fragmentación de las islas atlánticas, salpicadas por el automatismo de las olas. La propia parcelación de los territorios, con las lindes de arena volcánica bañadas por la espuma oceánica, se le sugiere, en efecto, la más cabal analogía de la fragmentación textual y la “escritura automática” que propugnaba.
La estela “infinita” que proyecta el Teide, le conducirá no sólo a Martinica encantadora de serpientes, otro de sus textos canónicos, sino a múltiples islas del mismo océano; reales, como República Dominicana y su prolongación de Haití, o suprarreales, como el DF y el Caribe mexicano, y hasta la isla de Manhattan…
A partir de ese mapa heteróclito y, en rigor, surrealista, Breton cree redimir, incluso, en una especie de reconquista justiciera, la expansión de la antigua Conquista europea, erigiendo a las islas en la capital mundial de su Movimiento. “Sobre el flanco del abismo, construido en piedra filosofal, se alza el castillo estrellado”, enfatizará al término de ese Le château étoilé.
«Presencia absoluta»
Cada fragmento de la isla le merece una isla autónoma, valiosa en sí misma. Desde “el drago -en su inmovilidad perfecta, el drago falsamente dormido”-, hasta “el tomate liliputiense de la pitanga, con exquisito sabor de pescado” (sic); desde la “siempreviva –[una planta] Tiene una cualidad terrible: no importa las condiciones, continúa desarrollándose, ya sea que le quede solo una hoja o solo le quede una hoja» – «crecer hasta convertirse en un árbol de salchicha con su fruto ahumado durante mucho tiempo» o «el gran imperio». » de higueras, rodeadas de «prados mágicos – compuestos por repeticiones de una sola planta» -… cualquier elemento insular puede representar de manera autosuficiente la isla entera. Pues bien, para Breton las islas no fueron en vano, cumpliendo la obsesión de la «existencia absoluta» que celebró en sus primeros escritos. aparecer.
Las islas atlántico-caribeñas le merecerán, también, “el inmenso vestíbulo del amor físico tal como desearíamos vivirlo sin recomienzo”. Breton halla en ellas una suerte de tierra prometida a sus utopías visionarias, y, en definitiva, un nidal a sus metáforas-cigüeñas de París. Son el destino natural idóneo para sus propuestas de la máxima identidad entre eros y escritura.
Los pecios de un legado
Más allá de algunos antojos inopinados -como que “el Pico del Teide, en Tenerife, está hecho de los resplandores del puñalito de placer que las lindas mujeres de Toledo guardan día y noche en su seno”-, el pope de los surrealistas dedica buena parte de El castillo…, a enaltecer la correspondencia entre la amada y el paisaje oceánico. Es el pórtico de l’amour fou, en que se aspira a encontrar “ese gesto de amor que traduce lenguas”, para “extraer constelaciones de la temperatura del cuerpo amado”.
Luego, Breton cambia de registro para ahondar en los aspectos preceptivos del surrealismo. Habla de su aspiración a encontrar un vínculo entre la imagen gráfica y la imagen verbal, para “dar con la cosa revelada”. Y dar también, razonablemente, con el centro del deseo, “ese resorte único del mundo, único rigor que el hombre haya de conocer”.
Breton asevera sin pestañear que el surrealismo se cumplirá “el día en que hayamos encontrado el medio de libertarnos a voluntad de toda preocupación lógica”
Sin embargo, asevera sin pestañear que el surrealismo se cumplirá “el día en que hayamos encontrado el medio de libertarnos a voluntad de toda preocupación lógica” (¡ni tan mal!). Y, acto seguido, nos adentra en su básica batería conceptual, en defensa de la escritura automática y el freudomarxismo, el método “crítico-paranoico” y lo que considera, a su albedrío, “el azar objetivo”.
Enredadas disquisiciones
En esas enredadas disquisiciones uno no puede sino percibir objetos (intelectuales) sin duda elocuentes, pero tan obsoletos como los que él mismo perseguía en los anticuarios del parisino mercado de Las Pulgas. Al margen de su indiscutible efervescencia y fecundidad histórica, ninguna mejor alegoría que El ángel exterminador, de Luis Buñuel, para representar el claustrofóbico callejón sin salida y el rosario de la aurora con que termina la fiesta surrealista.
Además de que ya nos es fácil concluir que los mejores textos y obras de arte surrealistas (incluidas sus propias reflexiones) son las que se hicieron desde la meditación más meta-lógica, bien lejos del automatismo, hoy se nos revela que el freudismo y el marxismo resultan irreconciliables; que el método “crítico-paranoico” -tan caro a Dalí- una de dos: llega un momento en que o deja de ser crítico o deja de ser paranoico, y que “el azar objetivo” (¡vaya oxímoron!), es un imposible, que encomia al Breton poeta en la misma medida que neutraliza al Breton filósofo y politólogo.
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Como terminal de su crucero por las islas atlánticas, Breton enaltecería, finalmente, la isla de Manhattan, donde pasó cinco años de exilio, justo cuando Nueva York desplazaría a París como meca de la ebullición cultural. Esa Gran Manzana, que, lejos de cualquier euforia generalizada, John Berger definiría como “una gigantesca metáfora de la tensión contenida en un barco cargado de emigrantes, que echó el ancla para no zarpar jamás”.