La reciente reedición de la autobiografía de Marlene Dietrich, llevada a cabo por el sello Cult Books, devuelve a la icónica protagonista de El Ángel Azul (Der blaue Engel, 1930), dirigida por Josef von Sternberg, al centro del interés de una parte de la comunidad cinéfila española. Esto resulta especialmente relevante para quienes, por diversas razones, no tuvieron la oportunidad de acceder a la edición original publicada por Ultramar en 1984.
Nacida en Berlín en 1901 y fallecida en París en 1992, Marlene Dietrich recoge en sus memorias un rico compendio de experiencias cinematográficas que consolidaron su estatus legendario. Su trayectoria abarca desde los años dorados del cine alemán hasta su incursión en la meca del cine, Hollywood, donde trabajó bajo la dirección de algunas de las figuras más destacadas de las décadas de 1930, 1940 y 1950.
Jean Cocteau, quien mantuvo con ella una estrecha y afectuosa amistad, describió su esencia con una exactitud deslumbrante: «Marlene Dietrich… Tu nombre empieza como una caricia y acaba como un latigazo. Llevas plumas y pieles que parecen pertenecer a tu cuerpo, como las pieles de los leones y las plumas de los pájaros…».
Aunque ya disfrutaba en su Alemania natal de cierto reconocimiento popular gracias a su intervención en los escenarios berlineses y en películas del calado de Bajo la máscara del placer (Die freudlose gasse, 1925), de G.W. Pabst; El favorito de las damas (Ich küse ihre hand, madame, 1929), de Robert Land; Hombres sin ley (Das Schiff der verlorenen Menschen, 1929), de Maurice Tourneur; Flor de pasión (Die Frau nach der man sich sehnt, 1929), de Kurt Bernhart y, sobre todo, tras su protagonismo absoluto en la mítica El Ángel Azul, junto al gran Emil Jannings, personificando al apesadumbrado profesor que sucumbe ante los pérfidos encantos de una joven cabaretera de dudosa reputación en el Berlín de entreguerras. Y, a pesar de que el legendario actor suizo aceptó a regañadientes que su pareja en el filme fuera una intérprete de tan escasa experiencia en los platós, la reacción del público tras el estreno demostró que sus recelos hacia la futura estrella estaban absolutamente infundados.
La película, unánimemente valorada como una de las cumbres del expresionismo alemán, contribuyó a forjar la leyenda de la actriz como suprema sacerdotisa del cine en los albores del sonoro y generó, al propio tiempo, un importante punto de inflexión en su carrera pues, además de catapultar su imagen internacional, supo proveerse de la mejor plataforma para acceder a la todopoderosa industria estadounidense y a su consiguiente consagración profesional en medio de una feroz competencia con otras divas del celuloide que, como Joan Crawford, Katherine Hepburn, Bette Davis, Vivien Leigh, Hedi Lamar, Jean Harlow, Carole Lombard o Greta Garbo, procedentes todas del cine mudo, supieron conservar su reinado, durante décadas, sobre legiones de fans del mundo entero.
Maria Magdalene Dietrich von Losch, popularmente conocida como Marlene Dietrich, arribó a Hollywood de la mano de su amigo y mentor Joseph von Sternberg en 1930, consciente de lo que se cocía en los fogones políticos de su país natal una vez que Hitler y sus huestes emprendieran la tenebrosa travesía del Tercer Reich no traería a Alemania y al mundo más que muerte, sufrimiento y devastación, no duda un solo momento en aceptar la tentadora propuesta de seguir trabajando junto a su ilustre preceptor en la mismísima meca del cine, a miles de kilómetros de la cada vez más amenazadora escena política europea y en el seno de una industria excepcionalmente boyante para los tiempos que corrían.
Los resultados de aquel fructífero tándem artístico no se hicieron esperar: en solo cinco años surgieron películas como Marruecos (Morocco, 1930), Fatalidad (Dishonored, 1931), El expreso de Shanghái (Shangai Express, 1932), La Venus rubia (Blonde Venus, 1932), Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934) y The Devil is a Woman (1935), seis trabajos monumentales que muestran, como nunca antes en la historia del Séptimo Arte, la perfecta simbiosis entre dos prodigiosos talentos que aportaron el carburante necesario para activar a uno de los mitos cinematográficos más venerados desde la aparición, algunos años antes, de Greta Garbo, otro ídolo inconmensurable con el que la actriz compartió gloria, honores y amantes.
La Dietrich, sobre cuya explosiva personalidad se pronunciaron admirativamente figuras de la talla de Hemingway, Kazan, Handke, Camus, Stravinsky, Kennedy, Cardin u Oppenheimer, fue siempre una estrella de belleza fugaz, distante, etérea, incapturable, pese a estar dotada de un físico realmente irresistible. Representó, en gran medida, el prototipo de la mujer dominante, altiva, displicente y esquiva contra la que no cabían más consideraciones que la sumisión o el olvido: rendirse a sus enigmáticos y sinuosos encantos o simplemente ignorarlos y batirse en retirada. Sin embargo, acabaría convirtiéndose en una de las grandes diosas del amor sin que por ello perdiera un solo ápice de su gélida presencia ante las cámaras. Al contrario de lo que sucedía con muchas de sus más arrogantes competidoras, los hombres caían cautivados ante su magnética figura, viendo en ella los reflejos de una personalidad inclemente, sinuosa, severa y glacial, capaz no obstante de ocultar las más abrasivas pasiones sin que su afilado rostro manifestara por ello la menor perturbación.
Con su voz bronca y pausada supo, como pocas, imponer su ambigüedad sexual estableciendo las distancias necesarias para controlar los frenéticos impulsos de sus atolondrados galanes. Ernest Hemingway, amigo personal, la definiría en estos términos: «Puede derretir a un hombre con una simple elevación de sus cejas y destruir irremediablemente a una competidora con su mirada… Aunque solo tuviera su voz. Con ella podría romper el corazón de cualquiera y la intemporal hermosura de su rostro, transformándose en un ser doblemente temible». Y nunca se preocupó por tamizar esa imagen, ni por aproximarse al canon de mujer dócil, frágil, pasiva y acomodaticia que tanto promovió el Hollywood más conservador en su empeño por ajustarse a los estereotipados patrones del viejo star system y a la inflexiva moralina que imponía en aquellos años el famoso Código Hays.
Encarnó a la femme fatale en un sinfín de producciones con aplomo, elegancia y un admirable sentido de la economía gestual, mostrándose en la pantalla como un ser de otro mundo, ajeno por completo a cualquier avenencia emocional que no entrara en sus cálculos previos. De ahí que en su extenso listado de amantes, tanto en la vida real como en la estrictamente cinematográfica, se cuentan por decenas los hombres y mujeres que cayeron irremediablemente rendidos a sus pies ante su invicta mirada, presos de una sensación que solo han sabido despertar estrellas dotadas de su proverbial capacidad transformativa. De ahí que, además de von Sternberg, la Dietrich también se sometiera a otras batutas de enorme prestigio, como las que representaban Ernest Lubitsch, Alexander Korda, Rene Clair, Alfred Hitchcock, Billy Wilder, Orson Welles, Richard Quine, Stanley Kramer, Jacques Feyder, Raoul Walsh y Fritz Lang, así como un largo etcétera de realizadores que, en mayor o menor medida, supieron sintonizar con las claves interpretativas de este inimitable icono de la cultura del siglo XX al que han venerado a través de los tiempos muchas generaciones de espectadores.
De alguna manera, todos estos cineastas contribuyeron a moldear su imagen y a perpetuar su leyenda a través de un amplio catálogo de filmes donde sobrevuela constantemente el espíritu insobornable de una mujer que fue capaz, contra viento y marea, de sostenerse firme ante un mundo cuajado de clichés, prejuicios y estereotipos sexistas mientras construía, libremente, el relato de su propia vida mediante un puñado de actuaciones que han alimentado el imaginario popular desde su explosiva irrupción como protagonista de uno de los filmes más elogiados de la historia, dirigido por un auténtico demiurgo que consiguió situarla, con inteligencia, cálculo e inventiva, en el privilegiado lugar que le correspondía en el firmamento hollywoodiense.
Al igual que otras grandes divas del cine, Marlene Dietrich logró preservar para el mundo que la aplaudió y glorificó su imagen más auténtica: la del ídolo impoluto que todos admiraron, hurtándonos esa otra imagen residual, decrépita y terminal de una anciana enferma y casi ciega con la que, probablemente, nos hubiésemos sentido particularmente estafados. Así, con su muerte, hace ahora casi cuatro décadas, no solo desapareció una figura estelar y una actriz de proporciones descomunales sino un estilo y una fragancia irrepetibles. Un concepto de estrella, ya en desuso en el cine de nuestros días, pero que ella logró patentar desde su sólida e inobjetable capacidad de seducción.