Quien haya seguido la trayectoria del poeta Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) desde su inclasificable Cuaderno de las islas (2011), un conjunto de reflexiones sobre la condición insular, hasta su reciente Las ruinas y la rosa, habrá notado una constante exploración hacia propuestas arriesgadas. Más allá de su tercer volumen de diarios, Mundo, año, hombre (2016), y su último libro de poemas, Por el gran mar (2019), el autor ha ido dejando en el camino otros títulos que ensayan nuevas formas de escritura, como Variaciones sobre el vaso de agua (2015), Jorge Oramas o El tiempo suspendido (2018) y Borrador de la vela y de la llama (2022).
Aunque podría parecer que estas publicaciones recientes se desvían de su trayectoria poética o crítica, en realidad forman parte de proyectos que convergen hacia un mismo eje: la exploración de las sensaciones y el pensamiento, y los límites que los separan. La obra de Sánchez Robayna, marcada por su sobriedad y coherencia interna, ha sabido mantenerse al margen de tendencias literarias pasajeras, construyendo a lo largo de las décadas una tradición propia, interconectada por un tema central: la toma de conciencia del mundo y la presencia de lo sagrado en él.
Como el propio autor ha señalado en entrevistas, su trayectoria no está dividida por rupturas, sino que constituye un proceso intelectual y espiritual en continuo desarrollo, una suerte de «purga de la palabra» que aún no ha llegado a su fin.
Estamos ante un libro exquisito e inclasificable que, pese a que pueda tener como referentes obras como los Fragmentos de Novalis, los Cuadernos de Valéry, La gaya ciencia de Nietzsche o el Zibaldone de Leopardi, es terra incognita en nuestras letras. Creaciones literarias que, como Las ruinas y la rosa, se inscriban en el territorio de la intersección de poesía y pensamiento, son escasas en nuestro escenario literario, poco proclive al riesgo y la experimentación.
Este cuaderno de reflexiones que comentamos es, de forma clara, una obra fragmentaria, pero no tanto en referencia a la postmodernidad, sino ligado a todas las épocas: desde Heráclito hasta Novalis, Nietzsche o Schlegel. Y es que, como ocurre en las piezas musicales mínimas o de menor envergadura (como las de Chopin, Schumann, Schubert o Brahms), los libros fragmentarios de escritura descentrada tienen una particular estética envolvente. Tal vez ya no tenga sentido hoy en día debatir acerca de si el fragmento es o no un género en sí mismo, como sostenían los románticos alemanes, o si lo fragmentario es la forma más honesta de expresión del pensamiento, como Cioran afirmaba. Diríamos más bien que los textos por sí solos tejen y destejen redes de sentido entre sí. En este caso, los pensamientos de Las ruinas y la rosa rebosan gran intensidad, a pesar de su laconismo. Sea cual sea la naturaleza o «género» de este último proyecto de nuestro autor, poco importa cuando, como por milagro, se dice tanto en tan poco. Al menos eso parece esgrimir Sánchez Robayna cuando apunta que «no es preciso conocer el nombre de la flor para aspirar su fragancia».
Aunque, como hemos registrado, la estructura y lógica interna de este cuaderno de notas (vital, intelectual, filosófico y poético) provoque, por lo inusual en nuestro panorama literario, cierta perplejidad, sí se podría extraer de forma diáfana un tema, un leitmotiv que cohesiona toda la obra: la línea fronteriza entre el sentimiento y el pensamiento. Y es que, a pesar del supuesto «desorden» de este nuevo proyecto, se pueden apreciar aquí tres bloques de contenido: por un lado, el de las reflexiones ajenas, de pensadores y autores fetiche del poeta —Juan de la Cruz, Góngora, Voltaire, Leopardi, Thoreau, Pessoa, Jünger, Cioran, Wittgenstein, Seferis, Camus, Bonnefoy o el Kandinsky de De lo espiritual en el arte—, reformuladas con motivo del tratamiento de temas recurrentes en el poeta tales como el desierto, la isla, el cielo estrellado, la vela encendida, el liber mundi o el reloj de arena; por otro, las notas de autor sobre sus recuerdos, en su mayor parte infantiles (la primera memoria, la asistencia de pequeño a una Misa de Gallo, los juegos de magia, una tormenta de verano junto a la playa…), que el autor formula, desde la memoria sensitiva, dialogando consigo mismo a través de una supuesta segunda persona acerca de conceptos recurrentes en su obra como son el silencio, el mal y el horror, la mística salvaje, la problematización del lenguaje, las dimensiones del tiempo («El tiempo no se entrega al ser humano sino en fragmentos, único modo de vivirlo. La eternidad sólo puede ser intuida. La totalidad del tiempo no es experimentable»; «¿Tiene el tiempo una esencia? Si la tiene, ¿cómo acercarse a ella?»), la escritura misma, la legibilidad del mundo, la pintura (Rembrandt, Matisse, Kandinsky o Hopper pasean por sus páginas), la naturaleza de la poesía («¿Qué ocurre en el poema? La mayor de las paradojas: el saber de un no saber»), el descubrimiento del budismo o, finalmente, el amor («El amor no es una idea. Es una experiencia. Y, como tal, imperfecta», o «Toda reflexión sobre el amor es siempre una reflexión sobre la imposibilidad de saber qué es exactamente el amor»); y, por último, el abundante número de aforismos (muchos de ellos, pensamientos paseados sobre «lo visible reflejándose en lo invisible»), que el autor denomina «sensaciones pensativas» («Hay en el reflejo de un charco una realidad que es, pero que no existe»), o bien, tratándose quizá de lo mismo, «pensamientos sensitivos» («Como la ciudad, el pensamiento tiene también sus arrabales» o «Los mejores arquitectos son para mí aquellos que nos hacen tomar conciencia del espacio»).
En principio, la peculiar lógica estructural de este libro nos puede resultar un poco desconcertante; sin embargo, podemos declarar que leerlo es toda una experiencia (y un verdadero placer), pues el autor, con una habilidad pasmosa, logra en Las ruinas y la rosa transmitirnos sutilmente la idea de que no estamos ante un capricho ni un experimento de laboratorio, sino que, por el contrario, esta anómala dinámica interna (y no otra, quizá más «automatizada») constituye realmente la forma más adecuada de expresión para un «ensayo» de este cariz, donde rigen el misterio de lo inesperado y la escritura de (y desde) los márgenes.