En Azerbaiyán, el petróleo es salud

Sumergida hasta el cuello en un líquido oscuro y viscoso, Sulfiya sonríe. “Es tan agradable”, dice extasiada, a pesar del olor a aceite de motor, esta sexagenaria rusa que acudió a calmar su artritis a Naftalan, una ciudad del noroeste de Azerbaiyán conocida por sus tratamientos con petróleo crudo.

Tras 10 minutos de inmersión, una asistente frota el aceite marrón oscuro de su piel y envía a Sulfiya a la ducha. “Hace tiempo que soñábamos” con pasar unos días aquí, cuenta esta empleada en el sector comercial que viajó con sus amigas desde la región rusa de Tartaristán.

Sulfiya asegura que al cabo de 10 días de tratamiento en esta estación termal del Cáucaso redujo los medicamentos que toma para la poliartritis que sufre desde hace 12 años.

“Es un regalo de Dios”, afirma Rufat, un periodista y miembro de un partido de oposición de 48 años, residente en Bakú, en la sección masculina del sanatorio Sehirli (”mágico” en azerí).

El petróleo de Azerbaiyán se exporta a todo el mundo y desempeña un importante papel en la economía de este país del Cáucaso. Pero el procedente de Naftalan, una pequeña ciudad de unos 10.000 habitantes a más de 300 kilómetros de la capital, no sirve para el uso tradicional de los hidrocarburos, por ser demasiado espeso.

Según la leyenda local, las propiedades de este “milagroso petróleo” se descubrieron por casualidad, cuando un camello dado por muerto cerca de un charco de crudo líquido supuestamente se curó.

El tratamiento actual consiste en sumergirse desnudo durante 10 minutos en una bañera llena de este líquido espeso y maloliente a 38 grados.

“El uso del petróleo crudo para fines medicinales es considerado por los médicos occidentales como potencialmente cancerígeno”, señala Maryam Omidi en una obra dedicada a los sanatorios soviéticos y a sus curas.

El crudo de Naftalan está compuesto en casi 50% por naftaleno, una sustancia presente en el humo de los cigarrillos y en los antipolillas. Allí, médicos y pacientes no escatiman en elogios.

Fabil Azizova, una de las doctoras del sanatorio Sehirli, explica que el petróleo local se usa sobre todo para tratar dolores y enfermedades de los músculos, los huesos y la piel, así como problemas ginecológicos y neurológicos.

“Antes, cuando no había ni hotel ni sanatorio, la gente que venía se alojaba en casa de los habitantes”, explica esta nativa de Naftalan, que ejerce desde los últimos años de la Unión Soviética. “Con el paso del tiempo empezaron a aparecer los sanatorios y se desarrollaron métodos de tratamiento”.

En los años 1980, Naftalan recibía más de 70.000 pacientes por año, alcanzando su récord.

Pero cuando estalló la guerra en 1988 en la región fronteriza de Nagorno Karabaj -disputada desde entonces por Azerbaiyán y Armenia- casi todos los sanatorios de la ciudad se reconvirtieron en alojamientos para una parte de los cientos de miles de refugiados del conflicto.

Nagorno Karabaj, un enclave de mayoría armenia que las autoridades soviéticas unieron en 1921 a Azerbaiyán, proclamó unilateralmente su independencia en 1991, con el apoyo de Armenia. A pesar del alto el fuego alcanzado en 1994 y a falta de un tratado de paz, tras una guerra que dejó 30.000 muertos, regularmente se registran enfrentamientos.

En los años 2000, Azerbaiyán redobló esfuerzos para restablecer la reputación de destino de salud de Naftalan. Las personas refugiadas en los sanatorios soviéticos fueron realojadas y casi todos los edificios fueron destruidos o abandonados, siendo remplazados por modernas instalaciones hoteleras.

La ciudad alberga actualmente una mezcla de palacios kitsch en los que una semana de estadía y cuidados puede superar los 1.000 euros; y sencillos sanatorios de ambiente soviético en los que la semana apenas cuesta un centenar de euros.

A veces, los pacientes, procedentes sobre todo de Azerbaiyán pero también del espacio postsoviético, de Turquía y en algunas ocasiones de Europa, tienen un breve recuerdo de la guerra.

Durante un rebrote de la violencia conocido como “la guerra de los cuatro días”, en abril de 2016, “escuchábamos los disparos”, afirma un empleado del lujoso spa Garabag, para añadir rápidamente que “todo el mundo se quedó” y elogió la seguridad del lugar.